La casa de los Blackwood estaba silenciosa, tan silenciosa que podía oír el eco lejano del viento entre los árboles. Kian no había dormido en la habitación esa noche, y ese vacío, ese hueco en la cama y en su alma, la había mantenido despierta, girando entre sábanas frías y lágrimas que no paraban de brotar de sus ojos.
Cuando finalmente se decidió a bajar, el aire olía a café recién hecho y madera húmeda. Bajó descalza, con el cabello revuelto, usando una camisa de Kian que le quedaba grande. Cada paso que daba le recordaba lo que ya no estaba.
Al llegar a la planta baja, se detuvo en seco, Xylos estaba en la cocina este vestía una camisa blanca impecable, remangada hasta los antebrazos, y un pantalón oscuro que marcaba su porte de alfa. Su cabello negro estaba perfectamente peinado hacia atrás, y su mirada, profunda, fija en la nada como siempre con ese brillo contenido de quien carga con culpas que no dice en voz alta. La escena la desconcertó. No por lo atractivo que lucía, sino