El alta de Erick llegó más rápido de lo esperado, era un hombre fuerte y reaccionó demasiado bien. Las luces fluorescentes del hospital palidecieron ante el sol que se filtraba por las ventanas del vestíbulo. Catalina ajustó la chaqueta sobre los hombros de él, notando cómo temblaba levemente bajo el peso de su propia debilidad. Antonio cargaba las maletas en silencio, sus músculos tensos bajo la camisa blanca impecable. Cada vez que sus ojos se posaban en Erick, algo se quebraba en su mirada, como si estuviera memorizando cada gesto, cada palabra, para guardarlo en un lugar secreto.
Lo amaba, lo amaba tanto. Era tal la intensidad de ese amor que podría morir por él sin siquiera pestañear. Justamente por que lo amaba, estaba dispuesto a dar vuelta la página y dejarlo ir.
—¿Seguro que no quieres quedarte a cenar? —insistió Erick al subir al auto, apoyándose en el marco de la puerta con una mueca de dolor.
Antonio negó, los nudillos blancos al aferrarse al volante con mucha más fuer