El reloj marcaba casi las nueve de la noche cuando José Manuel salió de la habitación de Samuel. El niño dormía más tranquilo, aún cansado por los exámenes médicos, pero estable. El murmullo lejano del hospital era constante, como un suspiro profundo que nunca terminaba. Afuera, las luces frías del pasillo bañaban las paredes de un blanco que se sentía demasiado estéril para todo lo que su corazón llevaba por dentro.
María José lo esperaba sentada en uno de los sillones de la sala de descanso, con una botella de agua en las manos, moviéndola nerviosamente. José Manuel la vio desde lejos y supo que algo le daba vueltas en la cabeza. La conocía lo suficiente para notar que ese silencio no era simple cansancio.
—¿Está bien? —preguntó él al sentarse a su lado.
María José lo miró un segundo, como si necesitara valor para lo que estaba a punto de decir.
—Sí, Samuel está bien. Gracias a Dios… —tragó saliva—. Pero necesito hablar contigo. Es algo importante.
José Manuel asintió con suavidad,