La tarde había empezado a cubrirse de nubes suaves, de esas que no anuncian tormenta pero sí invitan al recogimiento. Gabriel iba de la mano de su madre, saltando de baldosa en baldosa como si fueran islas que lo protegían de un océano invisible.
Eliana caminaba a su lado, con las bolsas del mercado colgando de su brazo, y una sonrisa aún dibujada en los labios. Pero por dentro, sus pensamientos eran un río enmarañado. Aún podía sentir el eco de la mirada de María José en la heladería, esa mezcla de sorpresa, nostalgia y… ¿tristeza?
—Gracias por acompañarme hoy —dijo Eliana, al detenerse frente a su casa—. Realmente me hacía falta salir, y más con buena compañía.
María José le devolvió una sonrisa serena, aunque también algo contenida.
—A mí también me hizo bien. A veces uno no sabe lo que necesita hasta que lo vive —respondió, mientras ayudaba a Gabriel a acomodarse su chaqueta.
—¿Volverán mañana? —preguntó Eliana, esperanzada.
Gabriel asintió con entusiasmo.
—¡Sí! Pero sólo si me de