La habitación del hospital estaba sumida en una penumbra serena. Solo las luces tenues del monitor cardíaco y del suero iluminaban el rostro dormido de María José, cuyo pecho subía y bajaba en un compás lento y constante. El silencio era profundo, casi sagrado, apenas interrumpido por el leve pitido del monitor y el murmullo del aire acondicionado.
Isaac no había dormido. No porque no tuviera sueño —el agotamiento se le notaba en cada fibra del cuerpo—, sino porque no podía. Algo dentro de él no le permitía cerrar los ojos del todo. Tal vez era miedo. Miedo a que ese silencio tan frágil fuera interrumpido por una nueva emergencia. Miedo a no estar allí si algo cambiaba. O tal vez era simplemente amor. De ese que no necesita ruido ni presencia activa, sino que se manifiesta con la sola permanencia.
Estaba sentado en el sillón junto a la cama, con una manta del hospital sobre las piernas, los codos apoyados en las rodillas, y las manos entrelazadas alrededor de la mano de ella. Había os