El reloj marcaba casi la una de la madrugada. En la sala, el silencio reinaba, apenas interrumpido por el leve zumbido del refrigerador y el suspiro profundo de José Manuel mientras se acomodaba en el sofá. Había colocado una manta sobre su cuerpo y una almohada bajo la cabeza, pero el cansancio no dejaba de pulsar en su espalda y hombros. Se removió un poco, intentando hallar una posición más cómoda. Su cuerpo le pedía descanso, pero su mente seguía anclada en todo lo vivido durante el día: el disparo, la sangre, la carrera al hospital, la angustia de Isaac, y sobre todo, el rostro de Eliana palideciendo tras la transfusión.
Entonces, escuchó pasos suaves acercarse desde el pasillo. Levantó la cabeza con cierta sorpresa y allí, parada bajo el marco de la puerta, con una bata ligera y el cabello suelto sobre los hombros, estaba Eliana. Sus ojos, aunque algo cansados, brillaban con una ternura que lo desarmó de inmediato.
—¿Todavía aquí? —preguntó ella con voz baja pero firme—. Ven a l