Mundo ficciónIniciar sesiónEl ascensor se detuvo con un ding seco, y el reflejo de Amanda en las puertas metálicas fue lo primero que vio antes de salir.
El maquillaje corrido, el cabello despeinado y el brillo apagado en sus ojos le devolvieron la imagen de una desconocida.
—No voy a llorar. No voy a darle ese placer, no se merecen ni una de mis lágrimas —se dijo, sintiendo el sabor amargo del orgullo en la lengua.
No iba a desmoronarse. Ni por él ni por nadie.
Unas horas antes había caminado por ese mismo pasillo sonriendo frente a una cámara, convencida de que su vida todavía tenía un rumbo, de que nada podía derrumbarse tan rápido.
Qué ingenua.
Al menos no se fue con las manos vacías, tenía la botella de champaña más cara como premio de consolación.
Cuando estaba de regreso a aquel set que había abandonado minutos antes, escuchó su voz.
—¡Amanda, espera! —aquella voz que conocía bien la atravesó como una cuchilla y la detuvo en seco.
Giró lentamente, con el pulso acelerado, y lo vio.
Sergio subía por las escaleras, jadeante, con el rostro enrojecido y el cabello desordenado. En cada paso llevaba impresa la desesperación.
—¿Qué demonios haces aquí?
—Tenía que hablar contigo —respondió él, intentando recuperar el aliento—. No podías irte así.
Amanda rió sin gracia y se cruzó de brazos, intentando esconder el temblor que le recorría los dedos mientras trataba de no dejar ver cuánto la afectaba.
—¿Así cómo? ¿Con una champaña cara de la fiesta o con la dignidad hecha pedazos? —sus labios esbozaron una sonrisa helada, aunque por dentro todo le ardía.
—Por favor, Amanda, déjame explicarte.
—¿Explicar qué? No hay nada que explicar, Sergio. Lo vi con mis propios ojos. Vi cómo le jurabas amor eterno a mi mejor amiga mientras me negabas frente a todos —dijo Amanda, sintiendo un nudo apretado en el pecho, pero aun así sostuvo la mirada con firmeza, decidida a no dejarle ver ni un atisbo de debilidad.
—No fue planeado… las cosas se dieron solas...
—Claro que sí. Como si el engaño fuera un accidente doméstico.
Sergio tragó saliva, sintiendo la boca seca como si hubiera corrido una maratón sin aire.
Buscaba algo que decir, algo que sonara sincero o al menos convincente, pero no encontraba palabras que no sonaran huecas incluso para él mismo.
Se pasó una mano por la nuca, incómodo, y evitó mirarla directamente, como si con eso pudiera escapar de la culpa que lo envolvía.
—No te pongas así. Todo terminó entre nosotros hace tiempo, pero no sabíamos cómo decirlo.
Amanda inclinó la cabeza apenas, como si necesitara ganar unos segundos para no perder el control, y esbozó una sonrisa ladeada, no por gusto, sino por defensa.
Era esa clase de sonrisa que uno adopta cuando se niega a caer, aunque por dentro esté temblando de furia.
—¿Ah, sí? Qué curioso, porque anoche dormiste en mi cama. Y no parecías tan confundido entonces —su voz salió baja, como si cada palabra le costara contener las ganas de gritar.
Él retrocedió un paso, desconcertado por el cambio en ella.
—Mira Amanda, yo… sé que duele, pero Luna no tiene la culpa —balbuceó, evitando mirarla a los ojos.
Amanda ladeó la cabeza apenas y esbozó una sonrisa irónica.
"Qué fácil le resultaba ahora defender a su adorada Luna," pensó, como si de pronto hubiera descubierto una dignidad que nunca mostró por ella.
—No, claro que no. Seguro fue Cupido quien le mandó mis mensajes por error, ¿no?
Sergio frunció el ceño incómodo, el fastidio se le notaba en el gesto, pero también cierta inseguridad que no lograba ocultar del todo.
No era solo enojo, era la incomodidad de saberse expuesto y sin argumentos.
—Siempre haces lo mismo. Exageras, dramatizas. Nunca puedes ver las cosas con madurez.
Amanda lo miró fijo, con la mandíbula rígida y el corazón latiendo como un tambor dentro del pecho.
Se sentía agotada, ya no quería mirarlo, ni escucharlo, ni compartir el mismo aire que él.
Solo deseaba que se esfumara de su vista, que desapareciera.
Pero él seguía ahí, insistente, hablando como si aún tuviera algo que justificar, y lo peor es que le echaba la culpa.
—Y tú siempre haces lo mismo, mientes, engañas y luego culpas a los demás para sentirte menos miserable.
—No vine a discutir. Vine a cerrar esto como adultos —dijo él, intentando recuperar el control, ese que hacía tiempo había perdido.
—Tranquilo, Sergio. No hace falta. Yo ya lo cerré. Con champaña incluida —sus ojos lo desafiaron mientras una sonrisa amarga se dibujaba en sus labios, no por gusto, sino por orgullo.
Él la observó, como si no reconociera a la mujer que tenía enfrente.
—Amanda, solo acepta que ya no te amo —soltó al fin, con un tono entre cansado y defensivo, como si necesitara decirlo antes de que ella volviera a tomar el control.
Amanda se mantuvo erguida, sin moverse, aunque por dentro sintió cómo algo se quebraba en pedazos minúsculos.
Aun así, logró hablar sin que la voz le temblara.
—Tienes razón. No me amas, es evidente —hizo una pausa, respiró hondo, y añadió con voz firme—. Y sabes qué… da igual, porque no eres el único en mi vida.
Sergio frunció el ceño, desconcertado, como si no entendiera lo que acababa de escuchar.
Intentó leer entre líneas, pero todo le resultaba confuso.
—¿Qué estás diciendo? —preguntó, incrédulo, sintiendo una punzada incómoda que no supo identificar de inmediato.
Pero ahí estaba, creciendo en su pecho, esa chispa de celos que empezaba a arder sin permiso, como una alarma que se encendía demasiado tarde.
—Que yo también tengo a alguien. Un novio, un amante… llámalo como quieras —dijo, con una tranquilidad que rozaba la provocación.
Por dentro estaba agotada, harta de explicaciones vacías.
—No te creo. Eres incapaz de hacer algo así, te conozco.
—Yo también creí conocerte, y mira con lo que saliste. ¿Quieres verlo?
Él soltó una risa incrédula que no alcanzó a disimular el nudo en su garganta.
—Por favor, Amanda. No hagas el ridículo.
—Perfecto. Entonces mira bien.
Se dio media vuelta con el corazón golpeándole el pecho, mientras rogaba por dentro encontrar a un hombre, a cualquiera que pudiera ayudarla, aunque fuera solo para callar a Sergio.
No le pedía a Dios un milagro... solo un hombre atractivo y disponible que pudiera usar por unos segundos.
Y entonces lo vio.
El hombre del saco.
Estaba de pie unos metros más allá, revisando unos documentos junto a su asistente, sin percatarse aún de lo que estaba ocurriendo.
El corazón de Amanda dio un salto.
Era él.
El dueño de ese perfume impregnado en el saco. Y, sin saberlo, su mejor opción en ese instante.
Era muy atractivo, más de lo que había pedido. De hecho, era perfecto.
Alto, elegante, con una presencia que imponía incluso desde la distancia. Amanda lo observó y supo que el destino, por una vez, había decidido cooperar.
—¿Qué miras? —preguntó Sergio, acercándose un poco, intentando ver por encima del hombro de Amanda.
—A mi novio —respondió ella sin dudar, con una serenidad que la sorprendió incluso a ella.
Fingía con tanta firmeza que por un segundo casi creyó sus propias palabras.
Antes de que Sergio pudiera decir algo más, Amanda empezó a caminar hacia el hombre.
Estaba a punto de hacer una locura, lo sabía, y aun así no se detuvo. Le sudaban las manos, el corazón le latía como si quisiera salirse del pecho, y su cabeza no dejaba de repetir que quizá se arrepentiría, pero no ahora.
Ahora solo quería darle su merecido a Sergio.
Cuando llegó a su lado, lo tomó del brazo con decisión y lo giró hacia ella.
Él la miró sorprendido, sus ojos, atentos y calculadores, pasaron del desconcierto a una curiosidad. Tardó apenas un segundo en reconocerla.
La mujer que minutos antes había salido corriendo con su saco sobre los hombros.
Sus miradas se cruzaron, y durante un breve instante, el tiempo pareció estirarse. Amanda no vaciló.
Se inclinó apenas, lo suficiente para que solo él la oyera.
—Sígueme el juego. Te pagaré.
Él apenas alcanzó a fruncir el ceño, totalmente confundido.
—¿Qué...?
No tuvo tiempo de decir nada más.
Amanda lo sujetó del cuello de la camisa y lo besó.







