Ameline y Prissy salieron del auto blindado, el aire fresco de la noche rozando sus rostros mientras el bullicio distante de la fiesta llegaba desde el salón Jardín de Azalea.

La caja grande de regalo, cuidadosamente envuelta y con un moño brillante, estaba en las manos de Emma, quien las seguía de cerca junto a Lana. Ameline ajustó el vestido rojo que abrazaba su figura, el peso de las joyas y el bolso en su hombro recordándole el propósito real de esa noche. Miró a Prissy, que lucía radiante con su vestido verde manzana, las perlas en los hombros brillando bajo las luces del estacionamiento.

Intercambiaron otra mirada rápida, una mezcla de nervios y determinación, antes de volverse hacia sus guardias.

—Emma, Lana —dijo Prissy, su voz amable como siempre, pero con cierta firmeza, manteniendo una sonrisa educada—, por favor, quédense en la puerta principal, y manténganse algo alejadas de los invitados. Nadie más aquí lleva guardias personales, solo están los que son del edificio. No