Capítulo VIII

Comemos el plato de estofado que nos ofreció Joanne en silencio.

Ya hizo mi maleta, que en realidad es una bolsa de lona, y me preparó un pan con queso de cabra en una tela grisácea, la cual amarra ahora.

Marcus nos estudia con la expresión ausente.

—La guardia tocó a nuestra puerta para preguntarnos si fuimos nosotros quienes enterraron a los O’Brien. —Le da un sorbo a su sopa—. Es una lástima que sus vidas se apagaran tan pronto, más la de la dulce Samanta.

 —Que en paz descansen —manifiesta Joanne con las manos en su pecho.

—Sembramos flores en sus tumbas —comento aún con el interés puesto en mi estofado—. Es una bonita tradición.

—El dios de la muerte las arrancará y con ellas se llevará sus almas a un descanso eterno…

—O a un infierno eterno —añade Marcus.

Dejo mi plato a un lado y los contemplo.

—Será un descanso eterno.

Y mis palabras parecen tan reales que siento en el fondo de mi alma que a

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