Esa noche no volvió a vestirse.
No encendió la luz.
No buscó el celular.
Solo caminó envuelta en su propia piel hasta la cama, y se dejó caer sobre las sábanas tibias.
El cuarto estaba en silencio, salvo por el suave sonido de su respiración.
Sus cabellos aún húmedos se extendían como un abanico oscuro sobre la almohada.
Su cuerpo entero parecía más liviano.
Más suyo.
Isabella cerró los ojos. Sus manos aún guardaban el calor del vapor, el recuerdo del espejo, y el eco de aquellas palabras: este cuerpo es