Katerina lleva una vida tranquila y reservada, marcada por la viudez y las miradas escrutadoras de una ciudad arcaica donde todos hablan de todos. Jamás imagina que, al ayudar a un joven tirado en la calle, está abriendo las puertas no solo a un desconocido… sino a la tentación.
Aquella mañana, un ruido en la cocina la pone en alerta. Armándose de valor y de un b**e de hierro, camina por el pasillo con las manos temblorosas.
—¿Qué piensas hacer con ese b**e? —la sorprende una voz grave.
Gira la cabeza y lo ve. Un hombre joven, completamente desnudo, la observa con descaro. El b**e se le resbala de las manos.
—¡¿Por qué estás desnudo en mi casa?! —grita, tapándose los ojos.
—Tú me desnudaste, ¿acaso lo olvidaste?
Su mente se nubla. Retazos de la noche anterior se mezclan como piezas de un rompecabezas. ¿Lo soñó… o no?
Él sonríe con una confianza que la desarma. Cuando ella intenta retroceder, termina tropezando, y el desconocido la atrapa entre sus brazos con facilidad. Su cercanía la hace temblar.
—Buenos días, salvadora. Preparé café y tostadas —dice él, con un aroma a café escapando de sus labios.
Katerina lo mira atónita. Tiene un rostro angelical, pero aquella sonrisa traviesa es puro demonio.
—Eres real entonces, pero ¿cómo? —susurra perdida en un trance extraño del cual necesita despertar, pero que, por alguna razón, se siente bien estar así.
«Esto debe ser obra del mismísimo Satanás, no puede ser otra cosa», piensa mientras observa la hermosa sonrisa que se ha dibujado en el rostro del joven, que al parecer hace lo mismo que ella: la observa con curiosidad y otra expresión rara y malvada que ella no logra identificar.
—No entendí lo que dijiste, pero lo tomaré como los "buenos días" que no me has dado. Preparé café y tostadas. Iba a hacer panqueques, pero no tienes. ¿Cómo te gusta que te lo hagan?
—¿Ah? ¿Que me hagan qué? —inquiere confundida.
Él agranda los ojos al notar que ella no entendió su doble sentido. Por alguna razón, esa inocencia le provoca interés y unas ganas enormes de corromper a esa mujer que se ve que no ha vivido mucho.
—¿Cuántos años tienes que vives aquí sola? —pregunta sin dejar de mirarla maravillado. Ella es tan diferente a las mujeres que está acostumbrado a tratar, que le provoca una curiosidad inmensa y ganas de saber todo acerca de ese extraño y casto ser.
—Tengo treinta años. Los cumplí hace unas semanas. Me imagino que tú aún no los cumples.
—¿Tienes cuánto? ¿Me estás jodiendo? ¡Si pareces menor que yo! —Él empieza a reír.
—No parezco menor que tú, a leguas se te ve lo bebé.
—Es que luces tan inocente que creí que eras una de esas chicas virginales que nunca han visto una verga en su vida. Pero eres toda una mujer.
—¿Por qué tienes que hablar así?
—¿Hablar cómo?
—De esa forma tan indecente.
—¿Quién eres? ¿La policía del lenguaje?
—Olvídalo —resopla molesta—. Por cierto, no me has dicho tu edad.
—Puta madre, es cierto. Tengo veinticinco malditos años, pero al parecer poseo más mundo que tú, muñequita de porcelana. No me digas que eres de esas mujeres solteronas que se creen tan santas y perfectas, que se les van los años vistiendo santos, mas después andan desesperadas por una buena verga que les rompa la cueva.
—¡Ah! ¡Vete de mi casa, indecente! —Ella le golpea el pecho con los puños, pero sus golpes son como caricias para él y su reacción es estallar en carcajadas.
—Eres tan tierna que me dan ganas de comerte. A ti no te cobraría nada.
—¿Ah? ¿De qué hablas? —pregunta con cara de asco.
—Nada que una muñequita casta como tú entendería. ¿Por qué no desayunamos? Tengo tanta hambre que ya me antojé de comerte a ti. —Se lame los labios y la mira como si ella fuese un delicioso manjar.
—Deja de bromear así, indecente.
—¿Por qué? No me digas que te pongo caliente.
—¿Podrías bajarme, por favor? —pide ella, tratando de no perder la compostura.
—Bien... —Él la devuelve al piso. Ella se cruza de brazos y evita a toda costa mirar la palpitante erección que le está apuntando, entonces agranda los ojos y lo encara con indignación.
—¡Tuviste una erección conmigo encima!
—Te dije que me dieron ganas de comerte. Siéntete privilegiada, eran muchos los trucos que tenía que utilizar para lograr excitarme con ciertas damas. Fíjate, contigo sucedió de manera natural y espontánea.
—¿De qué estás hablando? ¿Por qué no te vas a poner ropa?
—No tengo.
Katerina lo mira de mala gana y se da la vuelta, entonces se dirige a la habitación que perteneció a ella y a su difunto esposo, con la esperanza de encontrar alguna vestimenta allí. Minutos después, ella regresa a la cocina, pero no lo encuentra. Se dirige a la sala, mas este no está ahí tampoco.
Suspira de alivio al creer que ese loco se marchó y sirve del café que él preparó y que huele tan bien. Se sienta frente a la ventana y todo el contenido de su boca le cae encima, al ella escupirlo debido a la impresión.
Todo por culpa de la imagen más atrevida, peligrosa y sensual que haya visto en su vida: en su patio, un chico de cabellera rubia y rizada, ojos verdes y cuerpo atlético se echa agua con una manguera en todo el cuerpo desnudo, con una lentitud y picardía que pareciera sacado de una fantasía erótica.