—¡Suéltame, maldito! —dijo Valentina, retorciéndose con todas sus fuerzas. Su mano libre se estrelló contra el rostro de Gustavo, un golpe seco que lo hizo tambalearse hacia atrás, aunque sin soltar su agarre.
—¡Eres mía, te digo! —gruñó Gustavo, apretando aún más su brazo, sus ojos inyectados en ira—. No vas a volver con ese idiota.
—¡Nunca! —replicó Valentina, pateándolo en la espinilla con fuerza. El dolor hizo que Gustavo aflojara momentáneamente su agarre, y ella aprovechó la oportunidad para liberarse.
Retrocedió unos pasos, poniéndose en guardia, con la respiración agitada. —¡Aléjate de mí, Gustavo! No quiero nada contigo. Lo nuestro se acabó hace mucho tiempo.
—¡Mientes! —gritó él, avanzando hacia ella con los puños cerrados—. En el fondo sabes que me amas. Ese idiota no te entiende. Yo sí.
—Estás delirando —espetó Valentina, buscando desesperadamente una salida. La calle estaba desierta a esas horas. Tragó saliva y elevó la voz—. ¡Ayuda! ¡Alguien, ayúdeme!
Gustavo se abalanzó