Samantha
Con un impulso desesperado lo empujo con todas mis fuerzas e intento correr, pero había olvidado un gran detalle: estoy esposada a él. No puedo huir. No hay escape. El sonido metálico de las esposas al tensarse se mezcla con mi jadeo ahogado. Cuando lo miro, su sonrisa perversa me hiela la sangre. Niega con la cabeza lentamente, saboreando mi desesperación como si fuera un manjar.
—No lo intentes, no podrás irte. Ya me perteneces —dice con esa voz baja y pegajosa que me repugna.
—¡Eso JAMÁS! Solo en su maldito sueño será suya, enfermo de mierda —le escupo con rabia, la garganta hecha un nudo, pero la furia encendida como nunca. Sin pensarlo, mi mano se eleva y lo abofeteo con todas mis fuerzas. Luego, escupo en su rostro con asco.
Por primera vez en todo esto, sonrío. Una sonrisa rota, dolida, pero mía. Es hora de dejar de llorar. Llorando no lograré nada.
—Eres una maldita perra estúpida —gruñe él, y antes de que pueda reaccionar, su puño se estrella contra mi cara.
El golpe