Bruna me tomó de la mano y, con voz solemne, me dijo:
—Mabel, me alegra que hayas reconocido tus errores. Pero si los médicos dicen que Sergio está en fase terminal, creo que lo mejor sería dejarlo partir con dignidad. ¿No crees?
Mi suegro Mateo bufó y, con tono sarcástico, recriminó:
—¿Ahora sabes más que los médicos? ¡Deja de hacer locuras!
Haciendo un esfuerzo por que se me quebrara la voz, respondí entre sollozos:
—Sergio es demasiado joven para morir. Ya me puse en contacto con especialistas en la Ciudad Capital —hice una pausa antes de continuar—: Además, hay en este momento un donante de hígado compatible. Si lo trasladamos ahora mismo, pueden hacerle el trasplante de inmediato.
Era todo mentira, por supuesto. Lo dije para asustarlos.
Y tal como esperaba, Lucina palideció y saltó de inmediato:
—¡No, no puedes hacer eso!
Mis suegros también se opusieron con gran vehemencia.
Miré a Lucina de reojo y le solté con frialdad:
—Nunca había visto a una doctora que impidiera que un paciente recibiera tratamiento. ¿O acaso te equivocaste en tu diagnóstico?
Los ojos de Lucina titubearon, pero insistió en que su diagnóstico era realmente correcto.
Bruna, fuera de sí, empezó a gritarme:
—¿Acaso quieres matar a mi hijo? ¡Ir a la Ciudad Capital significa tomar un avión! ¿Y si le pasa algo durante el viaje? ¿Qué haríamos entonces?
Mateo se plantó frente a la puerta para impedir que me llevara a Sergio.
Saqué apresurada mi teléfono y, con expresión siniestra, los amenacé:
—Muy bien, no lo llevaremos a la capital. Entonces haré que los expertos vengan a hacer una consulta. No creo que Sergio esté en desacuerdo. ¿Verdad?
Al escuchar la palabra "consulta", Lucina se puso aún más nerviosa.
Bruna tosió suavemente y le lanzó una mirada cómplice a Lucina. Fingiendo ceder, les dijo a los demás:
—Ya que Mabel ha contactado a los especialistas, hagamos lo que ella dice.
Luego, volviéndose hacia mí, añadió con amabilidad:
—Mabel, vete a casa a descansar. Mateo y yo nos quedaremos aquí hasta que llegue el cuidador.
Era obvio que querían deshacerse de mí. Acepté, fingiendo preocupación, y salí de la habitación.
Apenas dejé el hospital, me disfracé y fui a cobrar el premio. ¡14 millones de dólares! Esta vez no pensaba contárselo a absolutamente nadie.
Escondí el dinero en un lugar seguro, sin gastar ni un centavo, e incluso vendí el auto que solíamos usar.
Al volver a casa, descubrí que la cuenta que Sergio y yo habíamos acordado no tocar ¡estaba en cero! Después de casarnos, los dos depositábamos parte de nuestros sueldos en esa cuenta, era nuestro pequeño fondo familiar y para la futura educación de nuestros hijos.
—¡El muy miserable había sacado todo el dinero sin decirme nada! —grité desesperada a solas en casa.
Un mal presentimiento me invadió. De inmediato hice unas llamadas, pidiendo a varios amigos que investigaran ciertas cosas.
Esa noche, tumbada en la cama, no pude pegar ojo.
Sergio, el traidor, si de verdad había planeado fingir su muerte y fugarse con Lucina, debía haberlo preparado todo con antelación.
Por suerte, la casa y el auto estaban a mi nombre, así que no podría venderlos a mis espaldas. Pero esa inquietud no me dejaba en paz.
Apenas estaba conciliando el sueño cuando mi celular empezó a vibrar sin parar.
Eran casualmente las tres de la madrugada, y la voz solemne de Lucina sonó al otro lado:
—Señora Moreno, el estado de su esposo, el señor Sergio Lugo, empeoró de repente. A pesar de nuestros esfuerzos, ha fallecido. Le acompaño en el sentimiento.
Fingiendo una gran conmoción, respondí con voz entrecortada:
—¿Qué? ¿Cómo ha podido pasar? ¡Voy para allá ahora mismo!
Colgué el teléfono, pero no pude evitar que una sonrisa se dibujara en mis labios.
"Ay, Sergio, te 'moriste' bastante rápido. No te dejaré escapar tan fácilmente", pensé, mientras sacaba algo del cajón y me apresuraba hacia el hospital.
En la habitación, Sergio yacía cubierto con una sábana blanca.
Levanté la tela y lo observé detenidamente. Tenía el rostro sereno. Sin duda alguna, Sergio era el paciente con cáncer de hígado con mejor aspecto que había visto jamás. La mayoría de los enfermos estaban pálidos y demacrados, pero Sergio no mostraba ninguno de estos síntomas.
¡Plas, plas…! Sin previo aviso, le di dos bofetadas, pero Sergio no se inmutó en lo absoluto. "¡Qué buen actor!", pensé con satisfacción, "Parece que la droga fue lo bastante potente".
Bruna intentó detenerme, pero me adelanté y me arrojé sobre el cuerpo de Sergio. Entre lágrimas, grité desesperada:
—¡Sergio, desalmado! ¿Cómo has podido abandonarme así?
Entre mis lamentos, aproveché para confirmar mis sospechas. Su cuerpo seguía tibio y aún tenía pulso.