El silencio en la habitación era tan denso que parecía latir junto a ellos. Lia lo observaba con el corazón en un puño, incapaz de apartar la vista de aquellos ojos encendidos como brasas que amenazaban con consumirlo todo.
—Dorian… —su voz apenas fue un susurro, quebrada entre miedo y algo que no se atrevía a nombrar.
Él avanzó un paso más, la penumbra acentuando la dureza de sus facciones, el temblor de sus manos, la furia contenida en cada músculo.
El aire entre ambos vibraba como si el castillo entero contuviera la respiración, aguardando el instante en que la bestia cruzara el límite.
—No sabes lo que haces conmigo… —gruñó, con un tono grave que no parecía humano.
Lia retrocedió hasta sentir el frío de la pared contra su espalda. El instinto le decía que huyera, pero otra fuerza más profunda, más oscura, la mantenía allí, atrapada en el magnetismo de esa presencia que la envolvía como un huracán.
Él se inclinó sobre ella. El calor de su aliento la rozó, encendiendo chispas e