La noche caía con lentitud en la ciudad, envolviendo el departamento en una penumbra tibia, casi cómplice. La única luz provenía de una lámpara baja en el rincón del dormitorio, iluminando apenas los bordes de la cama deshecha, los cuerpos entrelazados y las emociones flotando en el aire como un perfume invisible. Olivia tenía la cabeza recostada en el pecho de Nathan, con la respiración aún agitada, la piel caliente y el corazón latiendo con fuerza. Habían hecho el amor sin urgencia, con una intensidad serena que nacía de la necesidad de estar cerca, de sentirse reales, de entenderse. Él le acariciaba el cabello en silencio, con los dedos enredándose en sus ondas castañas, como si no quisiera dejarla ir jamás. —¿Estás bien? —preguntó Nathan, rompiendo el silencio con una voz suave. —Sí —murmuró ella—. Estoy... bien. Tranquila. Extrañamente feliz. Nathan sonrió, apoyando los labios en su frente. Permanecieron así un momento, enredados, respirando el uno al otro. —Quería hablarte de lo