Narrador
Walter abrió la puerta del despacho sin tocar, con la naturalidad de quien jamás espera encontrar algo impropio allí. Pero lo que vio lo dejó helado: Carlos inclinado sobre Elena, sus labios aún peligrosamente cerca, el aire denso, cargado de algo que no debió existir jamás entre un hombre comprometido y la asistente del museo.
—¿Qué está pasando aquí? —soltó, incrédulo.
Elena sintió cómo se le vaciaba el cuerpo. Avergonzada. Expuesta. Atrapada. Ni siquiera Andrea, su propia hermana, sabía lo que ella llevaba semanas intentando enterrar. El rubor subió hasta su frente.
—Walter… yo… puedo explicarlo —intentó, con la voz quebrada.
Pero Carlos dio un paso al frente, erguido, autoritario.
—Tú no vas a explicar nada —sentenció, sin mirarla siquiera—. Yo hablaré con él. Puedes irte. Déjanos solos.
—Pero Carlos… —balbuceó Elena, sintiendo la vergüenza arderle en la piel.
—Te dije que me esperes afuera —la cortó, la mirada fija en su hermano—. Después hablamos.
No había espacio para