El picnic en el promontorio fue una obra maestra de humillación pública orquestada por Dante Herrera. Su brazo alrededor de mi cintura se sentía como una correa, y su mirada triunfal hacia Julián era una declaración: ella es mía, y puedo comprar todo lo que a ti te importa.
Julián sirvió la comida con una dignidad que hacía que el dinero de Dante pareciera sucio. Sus ojos, cuando se posaban en mí, estaban cargados de piedad, y eso me enfureció más que el control de Dante.
Cuando Dante se distrajo con una llamada de su asistente, aproveché mi momento.
—¿Cuánto te pagó? —le pregunté a Julián, mi voz baja y rápida.
—Lo suficiente para arreglar el motor de mi padre. ¿Qué? ¿Crees que soy un mártir, Daniela? Soy pobre, no tonto. Tomo el dinero que el establishment me lanza —respondió Julián, sin mirarme.
—Eres cínico.
—Y tú eres una prisionera en un vestido de seda. Él te compró. Yo solo aproveché la caída de tu precio.
El sarcasmo de Julián era un espejo brutal. Entendí su juego: me castigaba por mi falta de libertad.
—Quiero verte esta noche —dije, sintiendo que la frase se me escapaba. Era un impulso peligroso, una necesidad de probar que Dante no lo controlaba todo.
Julián sonrió, una sonrisa ancha y genuina.
—¿Y romper las reglas de tu dueño? Eso es peligroso, Daniela. ¿Tu marido no te atará a la cama?
—No. Nuestro matrimonio es por contrato, Julián. Él duerme en su extremo, yo en el mío. Es un acuerdo de negocios. Nos vemos a la medianoche. En el muelle de la Rue d'Italia. Sé puntual.
Volví junto a Dante, que había terminado su llamada.
—La próxima vez, Dante, deja que tu mujer elija los proveedores. La vista es preciosa, pero la compañía no es de mi altura —dije, devolviéndole la burla con una frialdad cortante.
Dante me miró, ese destello de cálculo en sus ojos.
—Te estás volviendo imprudente, Daniela. Y la imprudencia es cara.
La Lucha de la Madre
Mientras yo jugaba a ser la fugitiva de mi propia vida, en Nueva York, mi madre, Amelia Delacrox, enfrentaba a su demonio en soledad. La cláusula del testamento que la obligaba a dejar el alcohol era una tortura lenta.
El staff de la mansión había requisado cada botella, y los contadores controlaban hasta el vino de cocina. Amelia, una mujer de cincuenta y tantos que siempre había creído que el champán era un nutriente esencial, estaba sufriendo el delirium tremens de la clase alta.
Se sentó en su boudoir, mirando su reflejo en el espejo. Su cabello perfectamente rubio, sus joyas relucientes, pero sus manos temblaban. Había una botella de perfume caro sobre el tocador. Alcohol puro.
—Solo un poco... solo para calmar el temblor —murmuró, su voz rasposa.
En ese momento, Laura entró en la habitación. Estaba enfundada en un traje sastre, lista para su primer día de inducción forzada en Delacrox, sus ojos hinchados por el reciente divorcio.
—Mamá, ¿qué haces? —preguntó Laura, su tono una mezcla de preocupación y repulsión.
Amelia intentaba abrir el frasco de perfume con sus manos temblorosas.
—Necesito algo. ¡Me estoy volviendo loca, Laura! Tu padre me está matando desde la tumba.
—¡No, papá te está salvando! ¡Te está dando una razón para ser sobria! ¡Mira lo que me está costando a mí! —Laura tomó el frasco con brusquedad—. He dejado a Marcus. He renunciado a mi vida. ¿Y tú vas a arruinarlo todo por un trago? ¿Vas a permitir que Daniela se quede con todo por tu debilidad?
La mención de mi nombre actuó como un latigazo. La envidia era el único motor más fuerte que la adicción para un Delacrox.
—¡Daniela! Siempre Daniela. Es la única que salió ganando. Casada con un magnate, de luna de miel...
—Y yo voy a luchar para que no lo tenga todo. Pero tú tienes que ayudarme. Si fallas, fallamos. Y me niego a ser pobre mientras esa víbora sonríe en Mónaco.
Laura, movida por la furia, vació el perfume por el desagüe. La alianza entre la madre adicta y la hija envidiosa se estaba forjando en la desesperación.
La Libertad Prohibida
A la medianoche, escapé de la suite sin hacer ruido. Dante dormía, o al menos fingía hacerlo, su respiración profunda y regular. Tomé solo una tarjeta de crédito, me puse unos jeans y una chaqueta de cuero, y salí. No usaba jeans en años. Se sentía subversivo.
Julián me esperaba en la Rue d'Italia, apoyado en su vieja furgoneta. Su sonrisa al verme con ropa casual no tenía burla, sino curiosidad.
—La princesa se ha disfrazado. Me gusta la versión real, Daniela —dijo, abriéndome la puerta de su camioneta.
Subimos y el olor a salitre, a pescado fresco y a gasolina barata me invadió. Era el aroma de la vida sin filtros.
—Llévame a donde la gente normal vive —le pedí.
Julián me llevó lejos de los casinos y los yates. Condujo hasta un barrio obrero de Niza, donde las calles eran estrechas y la ropa colgaba de los balcones.
—Aquí vivimos los que construimos los muelles que ustedes navegan. Ven —dijo, deteniendo la camioneta frente a una pequeña casa con la pintura descascarada.
Entramos en un patio trasero lleno de luz. Había una docena de personas sentadas en mesas de plástico, riendo, bebiendo vino casero y comiendo pan. Eran sus amigos, su familia: gente ruidosa, acogedora.
—Ella es Daniela. Solo Daniela —me presentó, omitiendo mi apellido y mi situación.
La familia de Julián, gente de mar, me recibió sin reverencias ni cálculo. Su madre me abrazó con una calidez genuina que me hizo sentir incómoda. Me sentaron y me ofrecieron un vaso de vino fuerte y un trozo de pan.
—Así es como celebramos la vida —dijo el padre de Julián, un hombre robusto con manos de marinero.
Me quedé allí, bebiendo el vino, hablando de pesca y del clima. Me reí. Reí con una libertad que no había experimentado desde mi adolescencia. No hablé de acciones, ni de fusiones, ni de testamentos. Por primera vez en mi vida de CEO, no tenía que ser perfecta.
—¿Te gusta? ¿No es tan frío como tu jaula? —me preguntó Julián, acercándose.
—Es real. Tu familia es real. Esto es lo que no tengo, Julián. Todo en mi vida es un contrato.
—El dinero es un buen contrato, Daniela. Pero mata el alma —dijo, sus ojos fijos en los míos. El ambiente, el vino, la cercanía, todo era peligroso.
Me di cuenta de que mi atracción por él no era física, sino una sed de autenticidad. Él era la única persona que se atrevía a ver la grieta en mi armadura.
—Mi alma no está a la venta —le aseguré.
—No. Pero está secuestrada.
Nos quedamos en la fiesta hasta que el sol empezó a asomar. Era hora de volver a la jaula de oro.
El Secreto de Dante
Regresé al ático justo cuando el sol pintaba el cielo de naranja y rosa. Dante estaba despierto, de pie junto a la ventana, impecable, como siempre, pero sin traje, solo una camisa oscura y pantalones.
Me miró de pies a cabeza.
—Noche divertida, Daniela —dijo, sin un rastro de enojo, sino con una frialdad más aterradora.
—Necesitaba aire. Me asfixia el lujo —mentí.
—No mientas. Fuiste a verlo. Y te arriesgaste a perder una fortuna por un capricho. ¿Te divertiste con tu Julián?
—No te atrevas a usar ese tono conmigo. Es mi vida.
Dante se acercó, su rostro estaba a solo unos centímetros del mío. Su intensidad me hizo tambalear.
—Tu vida ahora es mi negocio. Y yo controlo mis negocios. ¿Qué pasaría si te dijera que tengo un plan para Asdrúbal? Un plan para mantenerlo a raya, que asegurará el cumplimiento de ese contrato, sin la necesidad de que tú lo llames?
—Tú no te metes con mi familia.
—Tarde, Daniela. Ya soy parte de ella.
Dante se alejó y se dirigió a un escritorio, abriendo una caja fuerte oculta en la pared. Sacó de ella unos papeles y una fotografía antigua. Su rostro se oscureció con una sombra que nunca le había visto. Era dolor, furia, y una venganza latente.
—Mi padre también era rico. Un magnate de los puertos, como el tuyo. Y el tuyo, Daniela, no solo conocía al mío, sino que lo arruinó —dijo, su voz baja y cargada de una emoción reprimida que helaba.
—¿De qué hablas?
Dante deslizó la fotografía sobre el escritorio. Era una foto vieja de mi padre, joven y arrogante, junto a un hombre que se parecía a Dante.
—Tu padre no solo construyó su fortuna, Daniela. La construyó sobre las cenizas de la mía. Hace veinte años, tu padre orquestó una adquisición hostil que dejó a mi familia en la bancarrota y a mi padre... en un hospital psiquiátrico. Yo tenía quince años. Tu padre me enseñó la lección más importante: el dinero no perdona.
Me quedé helada. Era la primera grieta real en la armadura de Dante. Un dolor ancestral, una venganza fría.
—Te casaste conmigo... por venganza. ¿El 5% de las acciones? Es una fachada.
—Sí. Y no. Me casé por negocios. Pero este matrimonio me da el acceso completo para desmantelar lo que tu padre construyó, desde dentro. Me da el derecho legal a hundir Delacrox si tú fallas. Y créeme, Daniela, si ese obrero te hace perder la cabeza, no solo te quedas sin herencia. Me quedo con todo, y la fortuna Delacrox termina en la bancarrota, el mismo lugar donde tu padre dejó a mi familia.
Dante Herrera no era solo un socio. Era el verdugo. Su secreto era la verdad que cambiaba todas las reglas del juego. Yo no solo estaba luchando por mi herencia. Estaba luchando contra un hombre que había pasado toda su vida planeando este momento.
¿Cómo utilizará Daniela el secreto de Dante para tomar la ventaja, y qué hará ahora que sabe que su matrimonio es una trampa de venganza?