La Cita Clandestina: El Límite Roto
Después del shock de descubrir la verdad de Dante, el aire en el ático de Montecarlo se había vuelto tóxico. El matrimonio por contrato ya no era solo un negocio; era una trampa de venganza de la que yo era el cebo. Dante, ahora, era un enemigo declarado, un depredador con un rencor de veinte años.
Esa noche, no pude quedarme. La necesidad de respirar aire puro, de sentir algo real que no oliera a papel moneda o a venganza fría, me empujó a la imprudencia. La libertad que Julián representaba era mi única droga.
Me vestí de negro, me puse un sombrero para ocultar mi rostro y escapé por la escalera de servicio. A la medianoche, llegué a un café discreto en una plaza tranquila, tal como Julián y yo habíamos acordado por mensaje de texto.
Julián estaba allí, sentado solo, bebiendo una cerveza. Cuando me vio, sus ojos se iluminaron, ya no con burla, sino con una ternura arriesgada.
—Pensé que no vendrías. Tu esposo parece el tipo de hombre que ata a su esposa a la caja fuerte —dijo, pero su tono era suave.
—Mi esposo es un mentiroso y un chantajista. Y no me ata nadie —respondí, sintiéndome vulnerable. Me senté frente a él, y por primera vez, le conté la verdad sobre el testamento, el contrato y la venganza de Dante.
Julián me escuchó con atención. Cuando terminé, me miró por encima del borde de su taza.
—Así que esto es una guerra. ¿Y yo qué soy? ¿Tu trinchera de escape?
—Eres mi realidad. Eres el recordatorio de que existe algo más allá de esa fortuna maldita —mi voz temblaba ligeramente—. Eres el único que no me ve como un trofeo o un porcentaje de acciones.
Julián se levantó.
—Ven conmigo. Te mostraré un lugar donde ni el dinero, ni la venganza, ni los Delacrox pueden llegar.
Me llevó a la playa, lejos de los muelles de lujo. Nos sentamos en la arena fría. El rugido del mar era nuestro único testigo. Julián no me besó. Solo me miró. Me miró como si pudiera ver mi alma.
—Tienes que ser más inteligente que él, Daniela. Si te quedas, te destruirá. Si te vas, tu familia se quedará sin nada. Estás atrapada.
—No me digas lo que ya sé. Dime qué sientes —le pedí, sintiendo un impulso irresistible de honestidad.
Julián se inclinó, su rostro muy cerca del mío. Olía a salitre y a honestidad.
—Siento que eres la cosa más preciosa y la más tonta que he visto. Preciosa por lo que podrías ser. Tonta por lo que estás permitiendo que seas.
Y en ese instante, la tensión, la frustración y la atracción explosiva rompieron el límite. Julián me besó.
Fue un beso salado y desesperado. No fue un beso de amor romántico, sino un beso de libertad robada. Sus manos me sostuvieron el rostro con una firmeza tierna, y yo respondí con una pasión reprimida durante años. Sentí que me ahogaba en esa libertad. Duró solo un instante, pero fue suficiente para sellar mi traición y mi imprudencia.
Al amanecer, regresé al ático, mi boca aún sabía a mar y a peligro.
La Pasión Prohibida de Asdrúbal
Mientras yo rompía el contrato de castidad en la Riviera francesa, mi hermano, Asdrúbal, estaba a punto de romper la cláusula de "no tener sexo con cualquiera".
En Nueva York, la abstinencia y la disciplina forzada lo estaban volviendo loco. No podía beber, no podía festejar, y no podía permitirse una mujer de compañía sin que los contadores lo supieran.
Esa noche, Asdrúbal se escabulló y terminó en un bar de mala muerte en el East Village, lejos de sus círculos habituales. Estaba sentado solo, bebiendo una soda, su chaqueta de seda contrastando con la oscuridad y el sudor del lugar.
Un joven camarero, de unos veinte años, con cabello rizado y ojos brillantes, se acercó a su mesa.
—¿Eres nuevo por aquí, chico? Pareces un ángel perdido —dijo el camarero, con una sonrisa fácil.
—Soy Asdrúbal. No soy un ángel. Soy un prisionero —respondió mi hermano, la desesperación en su voz.
—Soy Lucas. Y si eres un prisionero, yo soy la llave. ¿Por qué bebes eso?
Asdrúbal, harto de su disfraz de niño bueno, se desahogó. Le habló del testamento, del contrato, de la amenaza de mi padre, de la furia de su hermana Daniela.
Lucas lo escuchó sin juzgar, solo con una compasión genuina.
—Vaya. Pues tú no pareces el tipo de chico que tiene un solo problema. ¿Quieres un lugar donde puedas ser tú mismo sin preocuparte por tu hermana CEO?
Asdrúbal, sediento de conexión humana, aceptó. Lucas lo llevó a un hotel viejo, oscuro, con olor a humedad y a historias secretas. No era el lujo al que estaba acostumbrado, pero era un santuario.
Subieron a una habitación. El silencio y la privacidad eran un lujo que Asdrúbal no había tenido en meses. Lucas no buscó su dinero; solo buscó su alma. Se besaron.
El acto no fue un simple "sexo con cualquiera" como definía la cláusula, sino un despertar emocional. Era la primera vez que Asdrúbal sentía una conexión real, no transaccional. En medio de esa suciedad y honestidad, Asdrúbal se enamoró de Lucas. La relación era doblemente peligrosa: no solo rompía la cláusula de castidad, sino que introducía el factor del amor en un negocio de avaricia. Un secreto que podría destruir la fachada de Asdrúbal, aunque, por ahora, Dante no lo sabría.
El Castigo del Depredador
Regresé al ático. El sol ya había salido sobre el mar. Mis pies descalzos tocaron el mármol frío.
Dante no estaba en la cama. Estaba en el salón, sentado en un sillón de cuero, con el periódico en la mano. Su traje era impecable. Él no estaba enojado; estaba letalmente tranquilo.
—Buenos días, Daniela —dijo, sin levantar la vista del periódico. Su voz era plana.
Me quité el sombrero y sentí la necesidad de disimular, pero sabía que era inútil. Él lo sabía. Lo sabía todo.
—Fui a caminar. Necesitaba...
—No mientas —Dante dejó el periódico sobre la mesa. En la primera página, había una foto de nosotros, besándonos apasionadamente, con un titular en francés que apenas necesité traducir: "La CEO y su obrero: La pasión de medianoche de la señora Herrera". La foto estaba borrosa, pero inconfundible. Un paparazzo había roto el muro de seguridad.
La ira me inundó.
—¡Tú pusiste al paparazzo! ¡Tú sabías lo que iba a pasar! ¡Querías que cayera en tu trampa!
—Yo no organicé el beso, Daniela. Solo ordené que fotografiaran a mi "esposa" si se comportaba de manera imprudente. Pensé que sería una llamada de atención, no un titular. Pero tu imprudencia es mayor de lo que imaginé.
Se levantó, su cuerpo se movió con una velocidad controlada, aterradora. Me quedé paralizada, sintiendo el aroma a salitre y culpa que me rodeaba.
—¿Te gustó? ¿Esa cucharada de "realidad" que tanto anhelabas? ¿Valió la pena arriesgar mil millones de dólares y mi venganza por un beso de un obrero?
—No es asunto tuyo. Es mi cuerpo y mi elección.
—¡Error! Es nuestro negocio y nuestra cláusula de reputación. Y tú lo has roto.
En ese instante, me soltó una bofetada seca y contundente en el rostro. El sonido resonó en el silencio del ático. Mi mejilla ardió. Caí hacia atrás, más por el shock de la violencia que por la fuerza. Dante nunca había roto su control.
Me levanté, mi mano en mi mejilla, mis ojos llenos de lágrimas de rabia, no de dolor.
—¡Me has golpeado! ¡Me has golpeado! —grité.
—Y lo haré de nuevo si me obligas a proteger mi inversión con mis propias manos —su voz era baja, cargada de una amenaza profunda y personal—. Tu padre dejó a mi familia sin nada. Yo no voy a permitir que tú arruines mi plan.
Me tomó por los hombros, su agarre era de hierro, mirándome con una frialdad glacial.
—Aquí está mi ultimátum, Daniela. Te doy una última oportunidad para que entiendas la seriedad de esto. Una. El contrato continúa. Pero si vuelves a ver a ese hombre, si vuelve a haber un solo indicio de que pones en riesgo mi posición, yo tomaré el control total de Delacrox. Haré que los contadores de tu padre revisen cada minúscula cláusula del testamento de Asdrúbal y Laura. Lo arruinaré, a ellos y a tu madre, con la misma crueldad con la que tu padre arruinó al mío.
Me soltó, su rostro era una máscara de rencor ancestral.
—Me casé contigo porque eres la mejor. La más inteligente, la más fría. Demuéstrame que vales la pena. Olvídate de la libertad, olvídate de Julián. O el depredador te enseñará lo que es el verdadero dolor.
Me quedé allí, temblando, la marca de su mano en mi mejilla. Me había golpeado, no por pasión, sino por negocios. Por venganza. Y yo, Daniela Delacrox, no podía permitirme perder.
Mi respuesta tenía que ser tan letal como su amenaza.