La Tormenta Mediática
La boda fue tan fría como el contrato que la sustentaba. Una ceremonia privada, exclusiva para los accionistas más influyentes y la familia, en la que cada asiento era un testimonio del poder, no del afecto. Dante Herrera, con su aura de acero pulido y su rostro impasible, dijo "acepto" con la misma emoción que firmaría un acuerdo de compra hostil. Yo, Daniela Delacrox, vestida de alta costura que gritaba fortuna, recité mis votos con la convicción de una CEO cerrando el negocio de su vida.
La prensa, que ya rumoreaba la unión de dos colosos tan reservados, explotó al día siguiente.
—¡El depredador se casa con la reina del hielo! —tituló un medio económico.
—La fortuna Delacrox se fusiona con el enigma Herrera —gritaba otro.
Pero fueron las redes sociales las que se incendiaron, no solo por la unión, sino por la figura de Dante. Un hombre tan privado que casi parecía un mito. El rostro de la riqueza sin rostro. Mi padre había acertado: Dante era la definición de la envidia. Mis hermanos, Laura y Asdrúbal, tenían que tragarse su desprecio mientras yo era coronada como la nueva reina del establishment.
Dos días después, estábamos en el jet privado de Dante, rumbo a Montecarlo para nuestra forzada "luna de miel". Era un requisito público. Un espectáculo.
—Asegúrate de llevar tu anillo de diez quilates a la vista, Daniela —me dijo Dante, sin levantar la vista de un informe financiero. Estaba sentado frente a mí, con una distancia calculada, como si la cabina fuera una sala de juntas—. La ilusión debe ser perfecta. Los periodistas de chismes son tan voraces como los de negocios.
—El anillo lo llevo como una esposa, pero la Delacrox que tiene enfrente lleva las riendas —respondí, cruzando mis piernas y tomando un sorbo de mi champán. Mi tono era de acero. El sarcasmo era mi escudo—. ¿Ya memorizaste mis gustos supuestos? Odio el caviar, prefiero el café solo y mis películas favoritas son las de acción. No arruines la fachada, Dante.
Él levantó la mirada, sus ojos oscuros me taladraron.
—No arruino nada. Duplico el valor. Aprende esto, Daniela: un socio debe tener la lealtad de un perro y la inteligencia de un banquero. Y hablando de inteligencia, ¿cómo va el cumplimiento del contrato en casa?
—Laura está con su psicólogo y un tutor de finanzas. Odia cada segundo. Su esposo, el doctor perfecto, la mira con pena. El divorcio es inminente si ella entra de lleno en Delacrox. Lo veo en sus ojos. Asdrúbal...
La Caída de Asdrúbal
Mientras nosotros volábamos en el lujo glaciar, la vida de mi hermano menor se estaba desmoronando en nuestra mansión en Greenwich.
Asdrúbal se sentó en el comedor, mirando con furia el plato de avena que le servía la ama de llaves, bajo las órdenes estrictas de los contadores de mi padre. Sin alcohol, sin fiestas, y con una asignación semanal que apenas cubría la gasolina de su Ferrari. Estaba sufriendo el síndrome de abstinencia de la libertad y la dopamina.
—¿Dónde está mi whisky? ¡Esto es una m****a! —gritó Asdrúbal, arrojando el tazón contra la pared. La ama de llaves, curtida en el servicio a la alta sociedad, ni se inmutó.
—Lo siento, joven Asdrúbal. Órdenes del señor padre. Los contadores tienen instrucciones de reportar cada derroche. La próxima infracción significará un congelamiento total de sus fondos y una llamada al abogado —dijo la mujer con voz monótona.
Asdrúbal se levantó, temblando. Necesitaba aire. Necesitaba una dosis de adrenalina. Se puso una chaqueta de cuero y salió de la mansión, dirigiéndose al primer club que encontró en Manhattan. No podía beber, pero podía mirar. No podía derrochar, pero podía respirar el humo y la lujuria.
En el club, vio a sus viejos amigos, riendo y bebiendo, rodeados de mujeres. La envidia lo carcomía. Se sentó solo en un rincón, intentando concentrarse en los libros de contabilidad que mi padre le había dejado, pero las páginas bailaban ante sus ojos.
Una joven, con un vestido corto y una sonrisa peligrosa, se le acercó.
—¿El bebé rico está solo? ¿Sin su juguete favorito? —dijo ella, señalando su vaso de agua.
Asdrúbal la miró, el deseo luchando contra el miedo a mi advertencia y a la cláusula del testamento: "no cometer un acto que vaya en contra de la ley, parar de tener sexo con cualquiera..."
—Vete —gruñó él.
—Qué aburrido te has vuelto, Asdrúbal. ¿Acaso la CEO te ha puesto una correa? —se burló ella.
Él se levantó, incapaz de resistir la provocación, incapaz de resistir el impulso. Necesitaba algo. Algo ilegal, algo rápido.
—¿Quieres diversión? Te pagaré para que me lleves a un lugar donde pueda sentirme vivo por diez minutos. Donde mis hermanas no me vean.
En su desesperación y ciego por la rabia, Asdrúbal estaba a punto de cruzar la línea que le costaría toda su herencia, jugando con fuego y creyendo que su hermana, a miles de kilómetros, no lo sabría. La libertad restringida era el veneno más potente para el más joven de los Delacrox.
Montecarlo: La Fachada Perfecta
Aterrizamos en Niza y fuimos transportados a un ático privado con vistas al puerto de Montecarlo. El lujo era absurdo, pero frío. Era el escenario perfecto para un matrimonio de fachada.
La primera noche cenamos en un balcón privado. Yo llevaba un vestido de seda escotado, él un traje sin fisuras. Actuábamos para los paparazzi que adivinábamos escondidos entre los yates.
—Estás tenso, Dante. Deberías simular un poco de felicidad conyugal. O al menos, interés —le susurré, mientras acercaba mi rostro al suyo, fingiendo una confidencia. Su colonia, cara y sutil, invadía mi espacio personal.
—Mi interés es el balance final, Daniela. Y de ti, solo me interesa tu mente. Si quieres actuar, hazlo bien —respondió él, su voz baja y filosa como un escalpelo. Me sostuvo la mirada y luego, con un movimiento rápido e inesperado, deslizó su mano sobre la mesa y tomó la mía.
El contacto fue eléctrico, breve, pero me hizo sentir la piel de gallina. Su mano era fuerte, fría. Él sonrió, una sonrisa dirigida a las cámaras invisibles, pero con un matiz de burla que solo yo podía entender.
—¡Perfecto! Una esposa feliz y su marido adinerado —dijo, soltando mi mano tan rápido como la había tomado. La distancia regresó.
A la mañana siguiente, me sentí sofocada por el lujo vacío. Dante estaba en una videollamada de negocios, su voz dominando el espacio. Salí a caminar por el puerto, buscando algo real, algo que no oliera a papel moneda.
El Encuentro en el Puerto
Caminaba por los muelles, observando los yates, sintiéndome ajena a mi propia vida. Me detuve a mirar a un grupo de jóvenes que trabajaban en la reparación de un velero. Eran obreros, con ropa gastada, sudorosos, pero sus movimientos eran ágiles, libres.
Uno de ellos estaba en la cubierta, con una camiseta sin mangas manchada de pintura. Su piel era morena, sus brazos musculosos por el trabajo duro, y sus ojos eran claros, intensos. No tenía el traje de mil dólares ni el reloj de oro. Él era real.
Me quedé observándolo, y él levantó la vista. Me miró sin un atisbo de reconocimiento por mi apellido o mi anillo. Solo me miró como una mujer atractiva, con una pequeña sonrisa. Era descarado, pero genuino.
—¿Señorita, necesita ayuda? ¿Se ha perdido buscando su yate? —preguntó él, su voz un acento mediterráneo áspero y agradable.
No había sarcasmo ni envidia en su tono, solo una curiosidad juguetona. Mi guardia se bajó un milímetro.
—No. Solo... me he detenido a mirar el trabajo —respondí, mi voz sonando inusualmente suave.
Él saltó ágilmente del barco y se acercó, limpiándose las manos manchadas con un trapo.
—Soy Julián. El trabajo aquí es lento. Pero me gusta. Es honesto.
—Soy Daniela —dije, omitiendo el Delacrox.
Julián me examinó, su mirada no era de admiración por mi riqueza, sino de análisis, como si yo fuera una pieza interesante.
—Tienes cara de no haber trabajado duro en tu vida, Daniela. Tienes las manos limpias, pero tus ojos son viejos.
Su franqueza me sorprendió. Había en él una osadía que no se compraba con dinero. Una pequeña punzada de atracción, prohibida y peligrosa, me recorrió. Él no estaba a mi altura. Era un obrero. Pobre. Y por eso, maravillosamente libre de la carga de mi vida.
—Mi trabajo es más difícil que el tuyo, Julián. Yo muevo miles de millones. Tú, tablas —repliqué, recuperando mi tono CEO.
—Mover miles de millones no te hace feliz. Te hace solo más rica. Yo muevo el mar, y eso me basta. ¿Estás de vacaciones?
—Algo parecido a eso. Es mi luna de miel —dije, sintiendo la mentira como una espina en la garganta. Levanté mi mano y el anillo de diamantes brilló brutalmente al sol.
Julián miró el anillo sin inmutarse, sin un gramo de envidia. Su sonrisa se desvaneció un poco.
—Ah. Entonces eres la esposa de un hombre muy afortunado. O muy estúpido si te deja sola el primer día. Felicidades, Daniela.
Se dio la vuelta y volvió a su trabajo, dándome la espalda. Me dejó con una sensación extraña: el desprecio más sutil que había sentido en años. No por mí, sino por mi situación. Por mi falta de libertad.
Regresé al ático de Dante, la sensación de la mirada de Julián grabada en mí.
El Enfrentamiento Silencioso
Dante me esperaba. No preguntó dónde había estado, pero sus ojos lo hicieron.
—La prensa ha estado llamando. Quieren fotos de la luna de miel. Mañana iremos a un evento de caridad. Sonríe. No eres la reina del hielo de los negocios, eres la esposa enamorada —ordenó, con una frialdad que helaba la sangre.
—Conocí a alguien hoy —dije, queriendo provocar una reacción, un indicio de celos, algo que rompiera su control.
—¿Quién? —su voz era monótona.
—Un joven que trabaja en el puerto. Pobre. Pero con más vida que cualquier persona que haya conocido en diez años. Dijo que mis ojos son viejos.
Dante se levantó de su asiento y se acercó lentamente, su rostro a pocos centímetros del mío. Su aliento era fresco, su mirada era un pozo sin fondo.
—Tu juego es transparente, Daniela. Quieres verme celoso. Quieres romper el contrato emocional. No va a funcionar. Mi interés es tu herencia, no tu corazón de hielo. Y si te enredas con un... Julián —dijo, pronunciando el nombre con desdén—, lo arruinarás todo. Y si tú arruinas mi negocio, yo me encargo de que tu familia pierda hasta el último centavo.
Me obligó a mirarlo. Sus ojos eran la promesa de una destrucción total.
—Te casaste con el depredador, Daniela. Y los depredadores protegen su inversión. ¿Entendido?
—Entendido, Dante —respondí, mi voz firme, aunque mi cuerpo se tensó con la advertencia.
Me di cuenta de que mi padre no solo me había atado, sino que me había encerrado en una jaula con el único hombre que no temía mirarme a los ojos y decirme la verdad. Y lo peor de todo, el recuerdo de la mirada libre y honesta de Julián era un fantasma que no podía disipar, una grieta en la armadura de la inquebrantable Daniela Delacrox.
La luna de miel acababa de empezar, y yo ya estaba jugando con fuego. El calor de un encuentro prohibido contra el frío glaciar de mi matrimonio por contrato.
¿Cómo crees que Dante reaccionará al ver a Daniela interactuar con Julián en público, y cómo manejará Daniela el riesgo de Asdrúbal de cruzar la línea?