Capítulo 6: Tempestad emocional

El aire en la oficina de Noah se sentía cada vez más denso, cargado con el peso de los secretos y la curiosidad mutua. Desde que leí esa carta, mi perspectiva sobre él había cambiado. Ya no era solo el jefe frío y arrogante; era un hombre marcado por un dolor que entendía, al menos en parte. Esta nueva visión no lo hacía menos intimidante, pero sí más complejo, más humano.

¿Quién eras antes de que la herida te congelara?

Me sorprendí a mí misma mirándolo distinto. No con lástima, sino con un nuevo tipo de comprensión. Lo observaba en sus gestos mínimos: cómo entrecerraba los ojos cuando algo no le gustaba, cómo acariciaba inconscientemente el borde de su pluma cuando pensaba demasiado. Me preguntaba cuántas veces habría querido gritar y, en su lugar, se tragó el mundo.

Yo sabía lo que era callarse. Lo sabía demasiado bien.

Pero lo que más me desconcertaba no era él. Era yo.

Antes, Noah era una figura casi mítica: inalcanzable, implacable. Ahora, era un enigma que me importaba.

Y eso… me asustaba.

Una tarde, mientras revisábamos los últimos ajustes para la presentación final del proyecto, Noah recibió una llamada. Su voz se endureció de inmediato. Escuché fragmentos de una discusión tensa, algo sobre una filtración de información y la amenaza de una demanda. Su mandíbula se apretó, y por un instante, su fachada de control se resquebrajó. Vi una chispa de furia y frustración en sus ojos, una vulnerabilidad cruda que no esperaba.

Cuando terminó la llamada, se recostó en su silla, exhalando lentamente, como si el aire mismo le pesara. Su mirada se perdió en la vista de la ciudad nocturna.

—Problemas —dijo, su voz ronca, casi inaudible.

—¿Algo grave? —pregunté, sorprendida por mi propia osadía al romper el silencio.

Se giró hacia mí, sus ojos encontrándose con los míos. Por primera vez, no eran fríos. Eran... agotados.

—Cosas del pasado —murmuró, casi para sí mismo—. Siempre vuelven.

Hubo una pausa. Podía sentir la tensión en la habitación. Sabía que no debía preguntar más, que estaba invadiendo un espacio que él guardaba celosamente. Pero algo en su vulnerabilidad me impulsó.

—A veces, enfrentar el pasado es el único camino para que deje de lastimar —dije en voz baja, pensando en mi propia historia.

Me marché con el corazón latiendo a un ritmo desordenado.

Esa noche, en casa, abrí mi libreta. La de las cosas que nunca digo.

Y escribí: "A veces la soledad de otros nos grita tan fuerte que sentimos la necesidad de responderle con nuestro propio silencio."

El evento corporativo de fin de año, el mismo para el que estábamos preparando la presentación, llegó días después. El salón de eventos era un mar de gente, risas y brindis. Noah y yo éramos el centro de atención profesional, pero yo sentía su presencia a mi lado como una fuerza magnética, invisible para los demás. Nos encargamos de supervisar las últimas proyecciones, lo que nos mantuvo juntos, lejos del bullicio general.

Mientras la noche avanzaba, la atmósfera se relajó. Noah, sorprendentemente, bebió un par de copas, no lo suficiente para perder el control, pero sí para bajar la guardia. Durante una conversación inesperada sobre el futuro de la empresa, deslizó algunos fragmentos de su pasado, apenas pinceladas sobre la presión de su familia, las expectativas impuestas y la sensación de soledad que lo había acompañado incluso en la cima del éxito. No era una confesión completa, pero eran fisuras notables en su coraza.

Nos acercamos como nunca antes, compartiendo un silencio cómplice en medio del caos. Ese momento, en apariencia tan insignificante, abrió una puerta que ninguno de los dos sabía si quería cruzar. El aire entre nosotros ya no era solo denso; era eléctrico.

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