Las paredes de su habitación estaban llenas de flores frescas, bordados dorados, y telas de colores cálidos. La luna aún no salía, pero en el palacio se sentía como si todo el universo se hubiera detenido para esa noche. Mariam estaba de pie frente al espejo. Tres doncellas la rodeaban, ajustando cada detalle del vestido elegido para la ceremonia del anuncio de compromiso. No era blanco, como el de una boda. Era de un tono marfil, con detalles plateados bordados a mano, inspirado en el atuendo real que había usado su madre en su primer acto diplomático. Su cabello estaba recogido en una trenza elaborada, adornada con perlas. Su cuello desnudo brillaba con el zafiro heredado.
Parecía una reina, pero dentro… todavía dolía. “Esta no soy yo”, pensaba.
Y al mismo tiempo: “Esta es quien debo ser”. Las doncellas terminaron en silencio. Lamis se acercó con una caja en terciopelo y la abrió frente a ella.
—Es el anillo —dijo suavemente—. El príncipe pidió que tú misma lo sostengas hasta el mo