El auto negro se deslizaba con elegancia por las calles adoquinadas del corazón de Riad. Sandra, ahora Mariam, iba sentada junto a Haifa en la limusina oficial de la familia. Las luces de la ciudad iluminaban su rostro a través de los cristales oscuros, y el silencio entre ellos era solemne. El destino: la gran gala en la sede de la Fundación Shalabi, donde por primera vez sería presentada oficialmente ante el mundo árabe como la heredera del legado que corría por su sangre.
Sandra apretaba los dedos contra su falda, cubierta por su caftán. Su corona discreta descansaba sobre su peinado recogido, y las joyas que llevaba una vez pertenecieron a su madre. A pesar de la elegancia, en su pecho todo era un remolino.
—Cuando crucemos esas puertas —dijo Haifa finalmente, con tono bajo pero firme—, no lo harás como una joven confundida. Lo harás como Mariam Shalabi Talhuk, la princesa que vuelve del exilio, que sobrevive, que representa el futuro de nuestra familia. —Sandra asintió en silenci