El sol de la tarde bañaba la acera con una luz dorada. Yo era pequeña de nuevo, con el peso de mi mochila azul sobre los hombros y el suave roce de la falda del uniforme contra mis rodillas. Caminaba despacio, arrastrando los pies, sabiendo que al final de ese camino me esperaba el desastre de una casa que ya no sentía como mi hogar.
—¡Valeria!
La voz, cálida y familiar, me hizo girar en el acto. Allí, al otro lado de la calle, estaba papá. Sostenía una bolsa de plástico llena de naranjas brillantes y, en la otra mano, un ramo de girasoles, mis flores favoritas. Su sonrisa era un faro en mi gris rutina. Me estaba esperando.
—¡Papi! —grité, y toda la pesadez de la escuela se esfumó.
Quise correr hacia él, cruzar la calle y hundirme en su abrazo, donde el mundo siempre olía a seguridad y a cariño. Pero él, con una sonrisa un poco tensa, alzó la mano que sostenía las naranjas.
—Espera ahí, mi amor, ¡espera! —dijo, con voz calmada pero firme, señalando el borde de la acera donde yo estaba