El auto se detuvo frente a una torre que se alzaba hacia el cielo como una escultura de cristal y acero. Yo sabía que Adrián vivía en una buena zona, a unos veinte minutos de mi humilde barrio, pero nunca imaginé esto. No eran apartamentos; eran penthouse que parecían sacados de una revista de arquitectura. Comparado con mi pequeño apartamento, esto era otro planeta. Tragué saliva seca, sintiendo la abismal diferencia entre nuestros mundos como un golpe sordo en el estómago.
—¡Qué edificio tan grande! ¡Wow! —exclamaron Gonzalo y Elena al unísono desde el asiento trasero, dando voz a mi propio asombro.
Me ruboricé al darme cuenta de que había estado boquiabierta, y me apresuré a componer mi expresión, forzando una neutralidad que no sentía. Adrián salió del auto con su habitual economía de movimientos, y el portazo me hizo reaccionar. Salí también, sintiendo la suave brisa que parecía más limpia a este lado de la ciudad.
Él fue a la parte trasera y sacó mis bolsos con una facilidad que