Isabel, con el corazón encogido por el peso de la confesión, salió de la habitación de Nant y cerró la puerta detrás de ella con un clic suave. El pasillo, bañado en la tenue luz de la noche, se sintió de repente inmenso. Apoyándose contra la pared, exhaló un largo suspiro que liberó una mezcla de emociones. En ese simple acto, la madre se despojó de la fortaleza que había mostrado a su hija. Había tristeza, una tristeza profunda por la discusión con Ernesto, el hombre con el que había compartido su vida. Las palabras de su esposo la habían herido, pero la necesidad de defender a su hija había sido más fuerte que cualquier dolor personal.
Sin embargo, en su tristeza también había un atisbo de paz. La revelación de Nant era, en cierto modo, un alivio. La verdad, por dolorosa que fuera, era mejor que la incertidumbre y el miedo. Isabel sintió una oleada de esperanza al recordar las palabras de Yago que había escuchado momentos antes. Yago le había hecho la promesa a Nant, no a ella, per