El sol de la mañana se filtraba a través de las hojas de las palmeras, proyectando patrones danzantes sobre el suelo de mármol del elegante restaurante del hotel. La hostess, con una deferencia impecable, había guiado a Yago, Nant y Theresia a un rincón discreto, apartado del bullicio matutino, ofreciéndoles una privacidad que, en el mundo de los Castillo, era tan valiosa como el oro. Theresia se había sentado con la espalda perfectamente recta, su postura tan impecable como su traje, mientras Yago tomaba asiento frente a ella y Nant se acomodaba a su lado. La tensión en el aire era casi palpable, una mezcla de la preocupación de Theresia y la inminente revelación de Yago.
Apenas el trío se hubo sentado, un mesero joven y atento se acercó a la mesa, su sonrisa profesional y su libreta en mano.
—Buenos días —dijo el mesero, con una voz amable y clara—. Mi nombre es Miguel, y seré su mesero esta mañana. ¿Puedo tomar su orden de bebidas o desean ver el menú de desayuno?
Theresia, sin dud