Para mayor sorpresa del anciano Long, los hombres no se movieron.
—¿Qué están esperando? ¿Acaso están sordos, o muertos? —gritó él, golpeando su bastón contra el suelo.
Pero los guardias se mantuvieron inmóviles.
Agatha cruzó los brazos y soltó una risa fría y burlona mientras avanzaba, con sus tacones golpeando amenazadoramente el suelo pulido.
—Realmente no lo entiendes, ¿verdad? —dijo, con un tono calmado pero que destilaba veneno—Te has aferrado a tu antigua autoridad como un viejo perro persiguiendo sombras.
El anciano Long se dio la vuelta y la obsevó con una expresión sombría.
—Te respeté —continuó diciendo Agatha, rodeándolo lentamente como una depredadora —, no porque te quisiera, sino porque alguna vez fuiste el jefe de esta familia. Cumplí mi papel, me mordí la lengua y acaté tus estúpidas órdenes.
Después se detuvo frente a él y agregó: —Pero los tiempos han cambiado y ya no estás al mando. Ese título ahora le pertenece a mi esposo, y estos hombres... —señaló a lo