En el Salón Girasoles del Jardín de Niños Estrella Brillante, reinaba el caos. La maestra brillaba por su ausencia.
En su lugar, un niño gordo con una sonrisa engreída jalaba una cuerda como si estuviera paseando a un perro. Salvo que no era un perro: era una niña pequeña, gateando indefensa sobre manos y rodillas, con la cuerda atada al cuello.
—¡Muévete, perra! —le gritó el niño regordete—. ¡Eres mi perro, Mia! ¡Ladra! ¡Ahora!
Mia, de no más de cuatro años, se arrastraba hacia adelante; tenía el vestido sucio y las mejillas manchadas de gis y polvo. Los labios le temblaban. Las lágrimas le surcaban la carita mugrienta mientras jadeaba buscando aire.
Pero no ladró.
—¡Dije que ladres, bastarda estúpida! —tiró de la cuerda con más fuerza el niño—. No tienes papá, ¿verdad? Eso es lo que eres. ¡Dilo! ¡Di que eres una bastarda!
—No... —logró decir Mia entre sollozos, clavando los deditos en el piso—. No soy una b-bastarda...
Un grupo de niños observaba con los ojos muy abiertos, divertido