Aterricé en la manada del norte.
Todo aquí me resultaba extraño y nuevo. Al principio, costaba adaptarme.
Pero, tras dejar atrás un pasado miserable, mi espíritu se fortaleció más que nunca.
La pasión por la repostería que cultivé durante años ahora me sirvió de sustento. Conseguí trabajo como panadera.
Alquilé un pequeño departamento en una calle bulliciosa. No era la lujosa villa de antes, pero allí conocí a muchos amigos nuevos.
Cada mañana, llegaba puntual a la panadería, saludaba a la amable dueña y comenzaba jornadas llenas de propósito y alegría.
Tres meses pasaron así. Creí que todo había vuelto a la calma.
Hasta una tarde.
—Lucy ese hombre en la cafetería de enfrente parece estar mirándote fijamente.
La dueña me tomó del brazo en la pausa del almuerzo, con preocupación en el rostro.
—¿Lo conoces?
Alcé la vista. Al otro lado de la calle, tras el vidrio de la cafetería, un hombre sentado junto a la ventana no me quitaba los ojos de encima.
Al reconocer esa silueta ta