Capítulo 3

 

Algún tiempo antes

«¿Repite lo que acabas de decir?».

Mateo Valenzuela miró a su asistente, Esteban Domínguez, con una mirada afilada. El hombre de mediana edad, que había trabajado para su familia desde que él era un bebé, le sostuvo la mirada con su habitual expresión y tono imperturbables.

«Su prometida, la señorita Alina Santoro, ha desaparecido».

«¿Desaparecido?», repitió Mateo. No porque tuviera problemas de audición, sino para asegurarse de que las palabras de su asistente eran correctas. «¿Ella desapareció?». Repitió, y Esteban volvió a asentir.

«¿Cómo se atreve a desaparecer un día antes de la boda? ¿Acaso pretende humillarme?», preguntó con un tono helado que, por lo general, lograba desestabilizar a sus oponentes. Pero no a Esteban, porque conocía muy bien el carácter de su amo.

«El informante dice que su prometida salió para hacerse un tratamiento hace dos días, pero no ha regresado».

Mateo bufó. Se recostó en el respaldo de la silla con una sonrisa siniestra en el rostro. Esteban no se sorprendió ante el cambio en la atmósfera, porque conocía a la perfección el significado de cada expresión facial y cada movimiento de aquel hombre al que había protegido por más de treinta años.

«Cómo se atreve», murmuró Mateo, cerrando el puño sobre la mesa.

Mateo Valenzuela, joven multimillonario y dueño de una empresa de capital de riesgo, conocido por su agudeza en los negocios y las inversiones, era el futuro esposo de Alina Santoro. Un hombre con una riqueza incalculable. Apuesto y carismático, aún soltero a sus treinta y dos años… o quizá a punto de perder ese estatus en cuestión de horas, si su futura esposa no hubiera desaparecido, tal como le habían informado.

«Prepara el coche. Iremos a la residencia de los Santoro ahora mismo. Debo confirmar esta noticia personalmente». Su orden salió áspera. El hombre de mediana edad inclinó la cabeza y salió.

«Eduardo Santoro… ¿pretendes humillarme?», murmuró Mateo con frialdad.

El coche llegó a la residencia de los Santoro, avanzando a velocidad moderada por el camino que atravesaba el jardín, el cual estaba siendo decorado por el equipo de la organizadora de bodas.

En lugar de Esteban, esta vez Mateo estaba acompañado por Álvaro Domínguez, el hijo de Esteban, quien también era su mano derecha.

No había nada extraño en la residencia de los Santoro. Todo parecía estar en perfectas condiciones, como si la boda realmente fuera a celebrarse al día siguiente. Pero si la información que había escuchado sobre la futura novia era cierta, ¿acaso esa boda aún podría llevarse a cabo?

Mateo caminó con tranquilidad, como si no fuera la primera vez que entraba en la casa de los Santoro. El anuncio de su llegada hizo que la señora de la casa abriera la puerta con sus propias manos. Su rostro bello y bien cuidado observó a Mateo con una expresión pálida y llena de pánico.

«Se-señor Valenzuela…», balbuceó Camila Santoro, intentando sonreír y ocultar su nerviosismo. Su arrogancia y elegancia habituales habían desaparecido, y parecía muy consciente de que el rumor sobre la desaparición de su hija ya había llegado a los oídos del futuro esposo.

«Buenas noches, señora Santoro», saludó Mateo con una sonrisa dulce. La amabilidad que mostraba aquella noche era tan obviamente falsa que, en vez de tranquilizarla, solo hizo que la anfitriona se pusiera aún más nerviosa.

«B-buenas noches. ¿Qué… qué está haciendo usted aquí?». Camila parecía tragarse la saliva con dificultad.

«¿Por qué? ¿Acaso no se me permite visitar la casa de mi futura esposa? No está mal si quiero comprobar personalmente el progreso de los preparativos de nuestra boda, ¿no?», preguntó, aunque era solo un comentario superficial. Aun así, la mujer negó con la cabeza de manera nerviosa.

«No-no es eso. Es solo que… según dicen, el novio y la novia no deberían verse antes de la ceremonia», se excusó Camila.

Mateo volvió a sonreír de lado. Fingió interesarse por las personas que estaban instalando la decoración en el área central de la casa antes de dirigir nuevamente su atención hacia Camila.

«Pero mi boda con Alina no es precisamente una “boda común”, ¿verdad?», le recordó. «Y hablando de la novia… ¿dónde está mi futura esposa? ¿Por qué no la veo? ¿No se supone que, “según dicen”, la novia no debería ir a ningún sitio antes del matrimonio para evitar atraer mala suerte?». Mateo devolvió las mismas palabras que Camila había usado antes.

«Alina, ella… pues…», Camila tartamudeó, mirando en dirección a Eduardo como si pidiera ayuda. Mateo observó alternativamente al matrimonio con una ceja levantada.

«Adelante, Mateo, podemos hablar en mi despacho.» Eduardo le pidió a Mateo que lo siguiera sin decir una palabra. Mateo lanzó una mirada a Alvaro, indicándole que continuara detrás de él.

«¿Por qué siento que el ambiente aquí está un poco tenso?» Mateo entró en el despacho de Eduardo y, a propósito, se sentó en un sillón individual de respaldo alto antes de que el dueño de la casa se lo permitiera. «O, ¿acaso es cierto lo que escuché? ¿Que mi futura esposa ha desaparecido y no ha vuelto hasta hoy?». Su tono era relajado, pero aun así logró que Camila y su esposo, Eduardo, se tensaran de inmediato.

«E-eso no es verdad», respondió Camila, tartamudeando con los ojos muy abiertos. «¿De-dónde ha escuchado ese falso rumor? Es claramente un chisme terrible.» Camila llevó una mano al pecho como si acabara de recibir un susto.

«Me alegra saber que no es cierto», dijo Mateo con una sonrisa dulce, haciendo que Camila soltara un suspiro de alivio.

Demasiado evidente su actuación, murmuró Mateo en su interior.

La actitud dominante de Mateo hacía que el dueño de la casa pareciera más bien un invitado. Ni siquiera dudó en tomar un vaso vacío, llenarlo con cubos de hielo y servirse whisky sin pedir permiso.

Con tranquilidad, Mateo agitó el vaso. El sonido del hielo chocando contra el cristal hacía que el silencio de la sala se volviera aún más palpable. Lentamente, probó el líquido dorado, sintiendo el calor que recorría su garganta, ignorando las miradas preocupadas de la pareja de mediana edad sentada en el sofá frente a él.

Eduardo Santoro era un hombre de negocios. Segunda generación de la familia Santoro, quienes en el pasado habían sido socios del difunto padre de Mateo. Mientras tanto, Camila Santoro, además de ser la hija única de la familia de empresarios textiles más rica de su ciudad, era ahora la mejor amiga de la madre de Mateo, Valeria.

Debido a un asunto urgente de la familia Valenzuela, y siguiendo la recomendación de Valeria y Camila, se arregló el matrimonio entre Mateo y Alina.

Mateo mismo no deseaba este matrimonio. Aunque Alina parecía adorarlo profundamente y se mostraba muy feliz con este compromiso, incluso entregándose a él de manera voluntaria, Mateo no sentía el menor interés por la joven. Sin embargo—una vez más—debido a los asuntos urgentes de su familia y a la petición personal de su abuela, Beatriz, Mateo aceptó colaborar bajo ciertas condiciones.

Así que sí, este matrimonio podía considerarse más bien como una colaboración empresarial que beneficiaba a ambas partes. Dar y recibir.

La pregunta era: ¿por qué Alina desapareció de repente? Todo el mundo sabía lo mucho que ella esperaba este matrimonio.

¿Había algo que Mateo pasó por alto? ¿O acaso existía alguna otra conspiración elaborada por aquella familia de renombre para aumentar el valor de la transacción?

Mateo sonrió con cinismo. Incluso si intentaban chantajearlo, debían saber que el que poseía el poder allí era él.

«Por supuesto que ese rumor no es cierto. Sabes muy bien cuánto te aprecia Alina. ¿Cómo podría irse cuando su boda soñada está justo frente a ella?», continuó Camila, sin lograr ocultar la sonrisa nerviosa en su rostro.

«Me alegra oírlo. Porque, siendo sincero, no tengo ningún interés en buscar una novia sustituta.»

«No habrá ninguna novia sustituta. Le aseguro que Alina será su esposa mañana», prometió Camila con firmeza. Y entonces todos escucharon un grito:

«¡Señora, la-señorita ha regresado!»

«Ya ves, ella ya…» La frase de Camila se le atascó en la garganta.

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