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Capítulo 5 —Lo que pienso de ti

Capítulo 5 —Lo que pienso de ti

Narrador:

Valeria se quedó inmóvil en el recibidor, mirando la escalera como si fueran los barrotes de una celda. El aire de la mansión le golpeaba distinto; no traía ternura, sino un olor rancio a engaños.

—Siempre me dijeron que me mandaron a estudiar al extranjero para protegerme —dijo, con una risa amarga —Para mantenerme lejos de este mundo, de los negocios de mi padre, de los enemigos. Mentira.

Avanzó un par de pasos, tocando con los dedos la baranda de la escalera.

—Me mandaron porque yo cuestionaba todo. Porque no soportaba ver desfilar a las amantes de mi padre en esta misma casa, mientras mi madre se consumía en una cama.

Luigi la observaba, en silencio. No había burla en su mirada, solo una atención fría, penetrante.

—¿Sabes qué fue lo peor? —continuó Valeria, con los ojos ardiendo —Que ella lo permitió. Nunca lo enfrentó. Ni siquiera cuando agonizaba, ni siquiera cuando ya estaba muerta en vida. Lo aceptó, como si se lo mereciera.

Se giró hacia Luigi con una sonrisa torcida, cargada de ira contenida.

—Eso era el “ejemplo” que me daban. Una madre que soportaba la humillación y un padre que hacía lo que quería. Y luego pretendieron venderme la mentira de que era por mi bien.

Luigi dio un par de pasos hacia ella, sin apartar los ojos de su rostro.

—¿Y tú lo creíste?

Valeria soltó una carcajada seca.

—Nunca. Pero me lo repitieron tantas veces que casi terminan convenciéndome. Hasta hoy.

Se llevó la mano al pecho, respirando agitada. Sus recuerdos se mezclaban con rabia, con esa sensación de haber sido usada toda la vida.

—A veces pienso que me sacaron de aquí porque yo era el espejo que nadie quería tener delante. Porque era la única que no tragaba sus mentiras.

El silencio de la mansión fue aplastante. Luigi se quedó quieto, mirándola como si la viera por primera vez.

—Eres distinta a lo que imaginaban que serías —dijo al fin, con voz baja.

Valeria alzó el mentón, los ojos húmedos de furia, no de tristeza.

—Soy exactamente lo que ellos fabricaron: una hija que no olvida ni perdona.

Luigi no respondió. No había nada que añadir. Pero en su silencio, Valeria encontró algo inesperado: alguien que no intentaba suavizarle las cicatrices.

Valeria respiraba agitada, todavía con la rabia encendida en los ojos. Se pasó una mano por el cabello y lo miró fijo.

—Lamento decepcionarte.

Luigi frunció apenas el ceño.

—¿Decepcionarme?

—Sí —replicó ella, con una sonrisa cargada de sarcasmo —Seguro tú esperabas una esposa virgen, vulnerable, dispuesta a obedecerte con la cabeza gacha. En fin, una muñeca sumisa.

Él sostuvo su mirada un instante antes de soltar una carcajada seca.

—En realidad no pensé mucho en ti antes de la iglesia.

Valeria arqueó las cejas, la sonrisa torcida.

—Qué halagador.

—No voy a disculparme —respondió Luigi, con un tono frío que cortaba el aire —Para mí esto siempre fue lo mismo: un contrato. Un negocio. Nada más.

Valeria lo observó en silencio, con los labios apretados, como si quisiera lanzarle el veneno que le quemaba la garganta. Al final, lo único que hizo fue reír con amargura.

—Entonces ya estamos de acuerdo. Nada más.

El eco de esas palabras quedó suspendido en la mansión, cargado de ironía y de una verdad imposible de negar.

Valeria lo observó con calma, caminando despacio por el pasillo como si midiera el terreno. Sus dedos rozaban la baranda de la escalera, y con cada paso la tensión crecía. Se detuvo frente a Luigi, lo miró de arriba abajo con un destello burlón en los ojos.

—¿No quieres saber qué pensaba yo de cómo serías tú?

La pregunta quedó flotando entre ellos, afilada como un cuchillo. Luigi no se movió, no parpadeó siquiera.

—No. —Su voz fue grave, cortante —En realidad no me interesa.

Valeria arqueó apenas una ceja, como si no hubiera esperado tanta crudeza.

—¿No?

—Ni lo que pensaste, ni lo que pienses, ni lo que pensarás de mí. —Luigi dio un paso hacia ella, lo bastante cerca para que pudiera sentir el peso de su presencia —Esto es lo que es. Y nada más.

Valeria ladeó la boca en una sonrisa torcida, esa que usaba para disimular la rabia. Caminó alrededor de él despacio, rozándole el hombro con la yema de los dedos, casi un roce inocente, aunque su voz lo convirtió en una provocación.

—Qué hombre tan práctico. Una boda, un contrato, un negocio. Ni un pensamiento sobre la mujer que ahora tienes al lado.

Luigi giró la cabeza, siguiéndola con la mirada mientras ella completaba el círculo y volvía a ponerse frente a él.

—No voy a fingir lo que no siento, Valeria. No soy ese tipo de hombre.

Ella sonrió de nuevo, inclinando apenas la cabeza.

—Entonces ya lo entiendo. Para ti nunca seré más que una firma en un papel.

—Exacto. —Luigi sostuvo su mirada sin pestañear —Y será mejor que lo recuerdes.

Valeria respiró hondo, y aunque no bajó la mirada, un destello de rabia y orgullo brilló en sus ojos.

—Créeme, Mattos, yo no olvido nada.

El silencio que siguió fue tan pesado como una declaración de guerra.

Valeria no retrocedió. Muy por el contrario, dio un paso más, tan cerca que el perfume de su piel se mezcló con el olor de él. Sus dedos se elevaron hasta rozarle el cuello, bajando después con lentitud por la solapa del saco, como si quisiera comprobar qué tanto podía tensarlo.

—¿Seguro que no te interesa lo que pienso de ti? —murmuró, con la voz cargada de desafío—. Porque yo sí me he hecho una idea muy clara de cómo eres. Y me gustaría comprobarla.

Luigi no se movió. Sus ojos seguían fijos en los de ella, implacables. Por un segundo, el aire entre ambos ardió como si fuera a romperse. Valeria sonrió, ladeando apenas la boca, y apoyó la palma sobre su pecho, empujando con suavidad.

—Apuesto a que no duras mucho resistiéndome.

La respuesta de Luigi fue tan seca que le borró la sonrisa.

—Deja de jugar.

Su voz bajó un tono, grave, controlada, pero con un filo que cortaba.

Valeria sonrió con un destello de furia y deseo mezclados. Se inclinó hacia él, lo bastante cerca como para rozarle los labios con un soplo de aire.

—No me subestimes, Mattos. Si quisiera, podría tenerte rogándome en esta misma escalera.

Luigi no retrocedió, pero tampoco se dejó arrastrar. Con un gesto seco, tomó su muñeca y la apartó con firmeza.

—No me provoques, Valeria. Te advierto que conmigo los juegos siempre acaban mal.

Valeria empezó a subir la escalera despacio, con el mentón erguido. El eco de sus pasos se mezclaba con el silencio solemne de la mansión, hasta que una puntada aguda la obligó a detenerse. Soltó un leve quejido y apoyó una mano en la baranda.

Desde abajo, Luigi levantó la vista de inmediato.

—¿Estás bien?

—Sí —respondió ella con un hilo de voz, fingiendo normalidad —No es nada.

Forzó un par de pasos más, pero el mareo la golpeó de lleno. El mundo empezó a darle vueltas y tuvo que aferrarse con ambas manos a la baranda para no caer. Luigi reaccionó al instante, subió los peldaños de dos en dos y la atrapó justo cuando su cuerpo se desplomaba.

—¡Valeria! —gruñó, sosteniéndola contra su pecho.

Ella no respondió. Sus ojos se cerraron y su cuerpo quedó inerte, frágil como nunca. Luigi no dudó: la levantó en brazos, subió con ella y la llevó directo al dormitorio principal. La depositó sobre la cama con movimientos bruscos, casi furiosos, y de inmediato dio órdenes secas al personal.

—¡Busquen un médico! ¡Ya!

Los minutos parecieron horas. Valeria seguía inconsciente, con el rostro pálido, mientras Luigi permanecía sentado al borde de la cama, vigilando cada respiración como si estuviera midiendo su pulso con los ojos.

Cuando por fin llegó el médico, un hombre mayor, de confianza de la familia Paz, se encerró en la habitación con Valeria. Luigi se quedó fuera, de pie en el pasillo, con los puños apretados y la mandíbula rígida. Escuchaba murmullos, pasos, el crujido de muebles movidos. El tiempo se estiraba como un tormento.

Finalmente, la puerta se abrió. El médico salió acomodándose los lentes y cerró tras de sí con cuidado. Miró a Luigi con seriedad.

—Señor Mattos, su esposa está bien —dijo en voz baja —Solo fue un desmayo provocado por el estrés. Nada grave. —Luigi lo observó en silencio, esperando lo que venía después. —Y el bebé también está bien —añadió el médico.

El mundo se detuvo un segundo. Luigi entrecerró los ojos, como si necesitara confirmar lo que acababa de escuchar.

—¿Qué bebé?

—Su esposa está embarazada, señor. Pocas semanas. No lo sabe, probablemente ni siquiera lo sospeche. Necesita reposo y tranquilidad. Nada de sobresaltos.

El médico se ajustó el maletín y lo dejó con esa frase suspendida en el aire. Luigi no respondió, solo se quedó mirando la puerta cerrada, como si del otro lado se hubiera abierto un abismo imposible de cerrar.

La mansión entera guardaba silencio, pero dentro de Luigi ya rugía una certeza: aquel matrimonio de contrato acababa de convertirse en una prisión mucho más pesada.

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