Capítulo 6

Capítulo 6

Dos días después…

La mansión de los Blake estaba en silencio, excepto por el sonido de los zapatos formales de Alexander, resonando en el piso de mármol mientras caminaba hacia el despacho.

El guardaespaldas personal entró después:

—Señor Blake… —aclaró su garganta, incómodo—. Revisamos las imágenes de las cámaras de la fiesta, del hotel y de los alrededores. Rastreamos los accesos, verificamos todos los nombres de la lista… —respiró hondo— …pero no encontramos más pistas.

Alexander alzó lentamente la mirada, fijándose en el guardaespaldas con aquel tono gélido que hacía encogerse a cualquiera.

—¿Me está diciendo… que una mujer… desapareció ante ustedes?

El guardaespaldas tragó saliva.

—Ella… simplemente desapareció, señor —respondió, apretando las manos a la espalda, claramente incómodo—. Siendo bien honesto, en este punto, creo que sería más eficiente… contratar a un detective privado.

Alexander se levantó, ajustándose los puños de la camisa y cerrando el botón de la chaqueta. Caminó hasta la ventana, respirando hondo.

—Ella tiene un nombre. Eso ya es más que suficiente —murmuró para sí.

Cruzó los brazos y respondió:

—Hágalo. Contrate al mejor. No importa el precio. Quiero que esa mujer sea encontrada. Cueste lo que cueste.

Se volvió, caminando de regreso al escritorio y tomó una carpeta de contratos, intentando, en vano, concentrarse en el trabajo. Pero su aroma, su voz, su cuerpo… seguían impregnados en cada maldito pensamiento.

—Isadora Ribeiro… —murmuró entre dientes, apretando la mandíbula—. La tendré en mis brazos de nuevo.

***

El viento frío de la mañana golpeaba el rostro de Isadora cuando bajó del taxi frente al pequeño edificio alquilado. Su cabello rizado volaba, tan desordenado como su vida en ese momento.

Su tía venía unos pasos atrás, arrastrando una maleta y hablando por teléfono, ya inventando otra excusa para justificar el viaje repentino.

—Sí, querido… un problema de salud muy grave. Una prima lejana… quizás leucemia. Aún no sabemos… —decía, teatral, como si fuera una actriz profesional.

Isadora apretó el bolso contra su cuerpo, sintiendo su corazón oprimido.

Entraron al edificio. El apartamento era pequeño, estrecho y frío. Nada más que un escondite provisional para huir de las consecuencias.

Apenas dejaron las maletas, la tía se volvió con aquella mirada dura, fría y cruel:

—Mañana temprano, vamos a una clínica. Haremos una consulta, exámenes… Y en cuanto sea posible, una prueba de embarazo —cruzó los brazos, manteniendo la voz seca, como si hablara de algo trivial—. Y si es positiva… ya sabes muy bien lo que va a pasar.

Isadora sintió que se le revolvía el estómago, se apretó el vientre.

—Yo… no sé si puedo… —su voz casi falló.

—¡No hay un “si”, Isadora! ¡No hay espacio para dudas! —replicó, áspera, señalándola con el dedo en la cara—. Destruiste todo… ahora vas a arreglarlo.

Isadora apretó los ojos, conteniendo las lágrimas que ardían, a punto de caer. Pero respiró hondo, alzó la barbilla, el corazón acelerado, y pensó:

“No. No lo voy a permitir. Si hay un bebé aquí… es mío. Y de nadie más.”

El miedo aún era grande, asfixiante. Pero el coraje comenzaba a ganar espacio.

***

Ocho meses después.

El reloj de la pared marcaba las 9:00 a.m. cuando la puerta del despacho se abrió. El detective entró, alineando la corbata con un suspiro tenso. Sabía que cualquier mala noticia frente a Alexander Blake era prácticamente firmar su sentencia de muerte, como mínimo, profesional.

Alexander alzó la mirada, entrelazando los dedos sobre la mesa, sus ojos estaban ansiosos.

—Hable —ordenó, breve, seco.

El detective colocó una carpeta sobre la mesa, la abrió, deslizando algunas hojas hacia él.

—Isadora Ribeiro. Brasileña, veintitrés años —comenzó, manteniendo la voz firme, a pesar del sudor que brotaba en su frente—. De origen humilde. Vivía con sus tíos tras perder a sus padres en la infancia. El tío falleció días antes de que ella desapareciera.

Alexander apretó la mandíbula.

—Continúe —la voz era grave, amenazante.

—Tras el fallecimiento del tío, ella y su tía viajaron a Europa —volteó otra hoja—. Logramos identificar el país y la ciudad donde desembarcaron… —respiró hondo— París, Francia.

Alexander se inclinó levemente, los ojos afilados, peligrosos.

—Entonces ¿por qué aún no está aquí? —preguntó, controlando el tono, pero había una clara amenaza entre líneas.

El detective apretó las manos.

—Porque… desaparecieron del mapa. No hay movimiento bancario, tarjetas de crédito, alquiler a su nombre, ni registros en hoteles. Nada. Están viviendo en total anonimato, usando dinero en efectivo probablemente, evitando cualquier rastro digital —hizo una pausa—. Quienquiera que haya planeado esto… sabía exactamente cómo desaparecer.

Alexander se levantó lentamente, ajustándose el saco, caminó hasta la ventana, mirando la ciudad abajo. Silencio. Un silencio pesado, sofocante.

Hasta que, finalmente, su voz sonó, ronca, grave, cargada de una promesa velada:

—Ella me está evitando. Huyendo de mí… —apretó la mandíbula—. Pero no importa dónde se esconda… no importa cuánto corra… —se volvió, mirando al detective con una mirada que podría derribar a cualquier hombre— …Yo la encontraré. Y cuando eso suceda… nunca más escapará de mis brazos.

El detective solo asintió, tragando saliva.

—Ampliaremos la búsqueda, señor. Estoy rastreando posibles intermediarios. Alguien las está ayudando allí. Es cuestión de tiempo.

Alexander volvió al escritorio, tomó un bolígrafo y marcó con fuerza su nombre en una de las hojas:

—El tiempo es algo que usted ya no tiene. Después de todo, ya han pasado ocho meses. Tráigamela. Cueste lo que cueste —finalizó, lanzando una mirada que no permitía fallas.

Ocho meses.

Ocho malditos meses sin respuestas. Sin una señal. Sin ella.

La pregunta latía en su mente, día y noche, sin descanso:

¿Por qué está huyendo?

¿Sería… de él?

¿O de otro?

Apretó los ojos, respiró hondo, recordando que ella usaba un anillo la noche que estuvieron juntos.

—Ese anillo… ¿significaba algo? ¿Ella estaba comprometida? ¿Prometida? ¿Casada? ¿O era solo una excusa barata… una protección… o… —cerró los ojos, pasándose la mano por el cabello— o estoy obsesionado con una mujer que pertenecía a otro?

Sintió el corazón arder, la mandíbula le dolía de tanto apretar los dientes. Pero, por más que intentara racionalizar, luchar contra aquello… era inútil.

Ella estaba en él. En la piel. En el alma.

Y no importaba quién fuera.

Él la encontraría.

Y cuando eso sucediera… no habría más huida.

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