Bebo de mi café con calma, observando la expresión consternada de Arielle, ese gesto que muestra queriendo ahorcar a mi hija por su sugerencia y a su vez sintiéndose obligada a darle una respuesta afirmativa. Su cuerpo está tenso, su atención deliberadamente centrada en su plato, como si ignorarme fuera la solución a algo. Pero yo la conozco mejor. Sé que me siente. Sé que cada vez que mi mirada recorre su piel, su respiración se agita apenas, su espalda se endurece y su mano se cierra con más fuerza alrededor de los cubiertos.
Está demorando un poco en responder y yo disfruto de ese pequeño acto de resistencia que intenta mostrarme, porque también sé que es falso.
—No tienes que acompañarme solo porque mi hija lo pide —digo al fin, mirándola. Ejerciendo mayor presión para que de una respuesta a lo que acaba de preguntar Seraphina.
Arielle no levanta la vista, pero veo el sutil estremecimiento en sus pestañas, el ligero frunce de sus labios. Mi tono dice una cosa, pero mi mirada deja c