No esperaba verlo entrar.
Lo último que imaginé en esta noche infernal era que Daniel cruzaría la puerta de mi habitación de hospital. Y sin embargo, ahí está. De pie. Callado. Con esa expresión en el rostro que no sabría cómo describir. No es rabia. No exactamente. Tampoco tristeza. Es algo más profundo. Algo que taladra por dentro, que rompe lentamente como el hielo cuando se resquebraja bajo las pisadas.
Por un instante, lo único que puedo pensar es que quizá vino a terminar lo que Darius no pudo. Quizá va a matarme. Y, si soy honesto conmigo mismo, no lo culparía. Yo lo haría. En su lugar, yo me arrancaría el alma del pecho a golpes hasta que no quedara nada.
Pero Daniel no es yo.
Él siempre ha sido mejor hombre.
El silencio se instala entre nosotros como una carga invisible. Lo siento en el pecho. En el peso de cada latido. En el sudor que me corre por la espalda a pesar de la morfina que me han administrado. No me dice nada. Solo me mira. Y yo, sintiéndome un cobarde por no sopor