No sé cuánto tiempo ha pasado. Pero ni siquiera es algo que me importe. La extrañe demasiado, me hizo tanta falta como para preocuparme por él tiempo o lo que sea.
Ella está enredada en mis brazos, su respiración aún agitada, la piel cálida y húmeda contra la mía. Su perfume, ese aroma que ya identifico como hogar, flota entre las sábanas revueltas. Tengo una mano sobre su vientre, otra bajo su cuello, como si necesitara asegurarme de que aún está aquí, de que no se va a desvanecer. De que no ha sido un maldito sueño.
Mi boca roza su sien. Podría quedarme así toda la vida. Porque reconozco que solo ella tiene ese poder de calmarme y de agitar todo en mi sin hacer el mínimo esfuerzo.
Pero entonces… me empuja.
—Tienes que irte —dice, bajito, sin mirarme. Mientras sus manos se colocan en mi pecho.
Me queman, me excitan y también me causa gracia esa mirada tan decidida a que me largue, como si hace un instante no hubiera disfrutado del calor de mi cuerpo.
Parpadeo, confundido. «¿Irme?»