No tengo nada más que hacer. Lo sé.
Terminé mis pendientes hace más de una hora, pero sigo aquí, atrapado frente a la pantalla, fingiendo que algo en este montón de correos importa.
El reloj marca las seis y media. El edificio entero respira un silencio denso. Todos se han ido. Todos, menos Rossy.
Sigue aquí por mi culpa, revisando un documento que sé perfectamente no necesita correcciones. No hay errores. No hay nada que ajustar.
No hay justificación lógica para su estancia.
Solo la necesidad irracional, absurda e inmadura, de verla una vez más antes de que desaparezca en la noche.
Sé que estoy loco. Que esto no es propio de mí.
No debería actuar como un adolescente desesperado, aferrándome a excusas patéticas para alargar su presencia en mi vida.
Pero no me importa un carajo.
Cuando escucho el golpe leve en la puerta, mi cuerpo entero reacciona como si me hubieran inyectado corriente.
—Adelante —digo, con una voz que suena más fría de lo que me siento.
La puerta se abre y ella entra.