Aurora estaba en medio del caos de empacar. Su apartamento, su santuario, era el único lugar donde el apellido Vieri no tenía peso. Estaba intentando que su corazón volviera a un ritmo normal tras el secuestro laboral de Alessandro.
El golpe en la puerta fue seco y autoritario. Miró por la mirilla. Era Alessandro Vieri, con un traje de ébano y el ceño fruncido.
—Abre la puerta, Aurora. Estoy perdiendo la paciencia —dijo a través de la madera.
Ella se negó, pero él no necesitaba su permiso. Se oyó un suave clic: había usado una llave de seguridad robada. La puerta se abrió, y Alessandro entró, inundando el pequeño espacio con la intensa fragancia de su colonia y su aura de poder, que contrastaba violentamente con la austeridad de la sala.
—Necesitaba asegurarme de que el accesorio estaba listo para el viaje —dijo Alessandro, escaneando el lugar con desdén.
Aurora sintió que la rabia se encendía. Se paró frente a él, pequeña pero desafiante. —Usted acaba de cometer una invasión de propi