54. La orden que quema
Los hombres intercambiaron miradas de asombro, pero no se atrevieron a cuestionarlo. Asintieron y partieron con rapidez.
Alexander regresó al lado de la cama, observando el rostro febril de Celeste. No debió llegar a este estado. Aunque era una prisionera, él no tenía intención de dejarla morir como un simple despojo en una celda.
Sus dedos se crisparon ligeramente. ¿Por qué hago esto?
No tenía una respuesta clara, pero en el fondo, algo le decía que Celeste no era una simple enemiga. Y eso, de alguna forma, lo inquietaba.
El médico del palacio llegó apresurado a los aposentos del príncipe, su expresión rígida mientras hacía una reverencia rápida.
—¿Me habéis mandado llamar, Alteza? —preguntó con tono formal, pero al ver a la mujer tendida en la cama, su rostro se ensombreció.
Alexander no perdió tiempo. Se apartó del lecho y señaló a Celeste con un movimiento de la mano.
—Atiéndela —ordenó sin rodeos.
El médico frunció el ceño, observando con desagrado el estado de la prisionera.
—Al