Susana se subió al auto.
Seguía lloviendo, en el parabrisas de enfrente se había pegado una hoja amarillenta y marchita. Susana encendió los limpiaparabrisas, las escobillas negras se movían de un lado a otro, pero era inútil, esa hoja húmeda seguía en el mismo lugar.
Susana se recostó en el respaldo de cuero, mirando el resplandor acuático del exterior.
No amaba profundamente a Héctor.
Pero la traición de Héctor la hizo sentir como si hubiera regresado a la infancia, a esa tarde desgarradora.
Su papá, siempre bondadoso y honesto, le había pegado a mamá, la botella de cerveza se estrelló contra la cabeza de su madre, la sangre brotó a borbotones. Lo que más recordaba era el cuero cabelludo de mamá con fragmentos afilados de vidrio incrustados, se veía terrorífico.
Las nubes oscuras cubrían el cielo, la pequeña Susana lloraba sin parar.
Mamá aguantó el dolor y cargó a la pequeña Susana:
—¡No tengas miedo! Estoy bien.
Las heridas de la infancia necesitan toda una vida para sanar.
Las lág