El sol de la tarde bañaba la bella mansión de Rafael con una luz dorada, filtrándose entre las cortinas pesadas del salón. Valentina y Berlín, sus nietos, habían llegado de sorpresa después de semanas sin saber de él.
Ambos lo adoraban, pero últimamente sentían que algo en él había cambiado. Se veía más delgado, su piel estaba pálida y, aunque intentaba sonreír como siempre, su mirada tenía un cansancio que no podían ignorar.
—Abuelo, ¿seguro que estás bien? —preguntó Valentina, cruzándose de brazos con el ceño fruncido.
—Por supuesto, mi niña —respondió Rafael con su tono habitual—. Solo estoy un poco cansado. Es la edad, eso es todo.
Berlín no estaba convencido. Desde pequeño, había aprendido a leer a su abuelo como un libro abierto. Rafael era un hombre fuerte, testarudo y orgulloso, pero también era un pésimo mentiroso.
—Abuelo —dijo con firmeza—, dime la verdad. Algo no está bien.
El anciano suspiró, frotándose las sienes. Pensó en seguir fingiendo, en seguir ocultand