Mientras tanto, Isa regresaba a la casa con los audífonos aún en los oídos, el sudor en la frente y el corazón latiendo con rabia y miedo mezclados. Aún sentía el veneno de Ricardo en la piel, sus palabras.
Y sobre todo, ese “nos parecemos más de lo que crees”.
¿Y si tenía razón? ¿Y si había una parte de ella, muy al fondo, que había aprendido a destruir antes de ser destruida?
No. De ninguna manera. Lo que ella hizo fue justicia. Solo eso. Esto era parte una estrategia maxabra de ese enfermo y ya sobrepasaba los límites.
—Buenos días —dijo Sam al verla cruzar la puerta principal—. ¿Corriendo desde el amanecer? ¿Pasó algo?
Isa dudó. Pero ella la conocía demasiado bien y siempre que pasaba algo ella salía a correr para despejar la mente.
La mirada de Sam no era de reproche, sino de preocupación.
De madre, hermana.
De amiga.
Y eso la rompía. La destruía de tal forma que le avergonzaba mirarla a los ojos.
—No podía dormir —respondió con una sonrisa tensa—. Necesitaba despejar la cabeza