La mansión estaba rodeada de un silencio ominoso, un silencio que Orestes había cultivado durante años, alimentado por sus manipulaciones y secretos. La luna se reflejaba en las grandes ventanas, como si el lugar mismo estuviera destinado a retener la luz, a esconder lo que sucedía en sus entrañas. Eirin se encontraba allí, atrapada de nuevo, pero no era la misma del pasado.
Orestes la observaba desde el umbral de la habitación, su mirada era fría e impasible. A fuerza la había llevado de vuelta a su mundo, como siempre había querido, pero aparentemente lo que no había considerado, pese a las señales que ella le había dado. era que ya no era la misma. La había observado desde la distancia en todo ese tiempo en el que estuvo fuera de su alcance, solo su cuerpo se mostraba aún frágil, porque su mente se había reforzado, era mucho más fuerte, más decidida. Ella ya no era la muñeca que había sido antes, la pieza perfecta que moldeó por un tiempo y movía a su antojo. Ahora, la pequeña mar