El dolor era como una campana dentro de su cráneo.
Eirin despertó envuelta en una neblina espesa. El golpe en la cabeza que Larissa le había propinado días antes seguía latiendo como un tambor invisible. Le costaba abrir los ojos. No sabía cuánto tiempo había pasado desde que Orestes la arrastró nuevamente a esa casa,a la jaula de oro en la mansión Manchester, pero cada minuto allí pesaba como una condena.
Cuando logró moverse, notó que tenía un inmovilizador del cuello. Su visión estaba borrosa, pero reconoció el lugar perfectamente, la habitación principal, esa que una vez ocupó con felicidad, donde se sintió cómoda, en casa, ahora era una prisión.
Los días siguientes fueron un infierno decorado con lujo, la servidumbre a su servicio, nada material le faltaba. Cada movimiento estaba vigilado. Podía sentir los ojos en cada rincón, aunque no viera ninguna cámara. Orestes se iba en la mañana, regresaba algunas veces a mediodía o solamente ya en la noche. La rutina de antes, antes de