Orestes despertó con el sonido de las rejas deslizándose. El metal frío, la luz amarilla de los rayos del sol que entraban a través de las rendijas de la pequeña ventana, el peso de las horas pasadas sin nada más que la propia conciencia, le calaba.
El lujo, la opulencia, siempre lo habían rodeado. Nada le había sido negado, ni una sola vez. Durante toda su vida, había tenido acceso a lo mejor: ropa de diseñador, mansiones espaciosas, banquetes interminables, y la certeza de que todo, absolutamente todo, estaba a su alcance. Espacios pequeños y mezquinos no existían en su mundo. Para él, siempre había habido grandeza, todo era vasto, inmenso, hecho para su confort. La celda en la que ahora se encontraba era un concepto ajeno, casi surreal para su mente, un espacio que le resultaba inabarcable en su indiferencia.
El dolor físico, el que durante la noche lo había punzado con su aguijón frío y su crudeza, no le importaba en lo más mínimo. La rigidez en sus músculos, la incomodidad que l