Eirin miraba por la ventana del auto, el paisaje deslizándose ante ella como un cuadro pintado en tonos oscuros y suaves. La lluvia había cesado, pero las nubes seguían oscureciendo el cielo, como presagiando algo que aún no entendía del todo. No era el miedo lo que la atenazaba, sino una sensación más insidiosa, algo que no lograba descifrar. La decisión de viajar hasta ese remoto pueblo no fue suya, al principio. Fue la urgencia en las palabras de Nora, la insistencia con la que le había dicho que todo lo que había pasado tenía una explicación, la carta donde la misma madre de Ethan confesaba que en cierta forma era responsable de lo que habían vivido.
El auto aminoró la velocidad al entrar en la pequeña localidad. Las casas de tejados empinados y las calles de piedra empapada le daban una apariencia fantasmal, como si el tiempo se hubiera detenido allí. Eirin no había estado en un lugar como ese antes. Le resultaba extrañamente familiar y ajeno a la vez. El pueblo estaba desierto,