Eliseo observaba el horizonte desde lo alto del edificio principal de la Fundación Arcadia. Su silueta se recortaba contra el cristal mientras la ciudad, indiferente, seguía respirando caos y poder. Vestía un traje gris oscuro, hecho a la medida, con una camisa negra sin corbata. Su cabello, impecablemente peinado hacia atrás, no mostraba una sola cana. Parecía una estatua tallada en mármol sombrío.
—Hoy, el infierno tiene nuevo dueño —murmuró mientras encendía un cigarro, sin apartar la mirada del mundo que ahora reclamaba como suyo.
Frente a él, en una larga mesa de roble, se encontraba un grupo selecto de empresarios, accionistas, políticos y figuras de la banca internacional. Hombres y mujeres que antes habían servido al legado Manchester ahora inclinaban la cabeza ante Eliseo. Pero no todos lo hacían con agrado. Algunos por miedo, otros por codicia. Y algunos, por simple supervivencia.
Eirin estaba sentada a su derecha. Vestía de negro, como si aún hiciera duelo por algo que no s