El parabrisas estaba cubierto por una delgada capa de hielo. Ethan pasó la manga por el cristal y vio su reflejo, opaco, deformado por la escarcha. Los ojos hundidos, la barba crecida, el abrigo raído... Parecía otro hombre. Quizás porque ya no era el que había huido. Ahora, simplemente, no tenía a dónde volver.
El camino a la cabaña fue lento. Niebla espesa, pinos helados, el crujir de las ramas bajo los neumáticos. El lugar estaba igual que en su infancia. Una postal del silencio. Había pertenecido a su madre, una mujer de voz dulce y secretos amargos, fallecida demasiado pronto. Nunca hablaba de su pasado. Nunca respondía las preguntas más simples. Y ahora, en medio de su caída, Ethan entendía por qué.
El interior de la cabaña olía a madera antigua y soledad. El polvo reposaba como ceniza sobre los muebles. Encendió una vieja estufa de gas y se envolvió en una manta. El silencio era casi insoportable. Pensaba en Eirin, en su mirada distante, en la forma en que no lo había defendido