A esa misma hora en la mansión Manchester, el despacho estaba en penumbras. Orestes no había encendido las luces desde que llegó. Llevaba más de una hora dando vueltas como una fiera enjaulada, con los puños apretados y los ojos encendidos de furia. Eirin no contestaba el teléfono. Su celular sonaba y luego iba directo al buzón de voz. Cada intento fallido era una bofetada a su orgullo, una burla a su control.
«¿Dónde demonios estás, Eirin?» se repetía una y otra vez en la mente con furia reprimida.
El nombre salió de sus labios como un rugido.
—Eirin —gritó.
En su puño, el encendedor de plata con sus iniciales temblaba por la presión. Lo arrojó contra la pared con un grito seco, y el objeto rebotó, dejando una marca. Se acercó al ventanal, desde donde podía verse la ciudad apagada por la lluvia. Su mente hervía.
Ella no se había ido a casa a almorzar, nunca lo hacia desde que comenzó en el bufete, tampoco se había ido en su automóvil, ese estaba en el parqueadero, y eso no le daba