Mientras el chofer conducía con mesura entre las avenidas encharcadas por el aguacero que teñía de gris la ciudad, Orestes permanecía en el asiento trasero como una estatua tensa, hecha de rabia contenida. Afuera, el agua golpeaba con furia los cristales del automóvil, como si el cielo hubiera decidido acompañarlo en su cólera. Una cólera que ardía como pólvora seca, dispuesta a encenderse en cuanto pusiera un pie frente a la puerta del hombre que lo había desafiado. Ethan.
Cada semáforo, cada bocinazo lejano, lo llevaba a un recuerdo, a una historia vieja, pero no olvidada. En otro tiempo, cuando Ethan apenas era un abogado recién salido de la universidad, ya había llamado su atención, después de mucho años de haber decidido no tenerlo en su vida. Su audacia, su facilidad para ganarse la confianza de ciertos empresarios y su habilidad para leer contratos como un depredador hambriento lo convirtieron en una amenaza demasiado pronto. Orestes no era de los que subestimaban a nadie, much